Página 381 - Testimonios para la Iglesia, Tomo 4 (2007)

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El juicio
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justificado delante de Dios, cuyas vestiduras están sin mancha?
¿Quién está sin defecto a la vista de un Dios puro y santo?”
Mientras el Ser santo que estaba sobre el trono hojeaba lenta-
mente las páginas del libro mayor y sus ojos se posaban un momento
sobre las personas, su mirada parecía penetrar como fuego hasta sus
mismas almas y en ese momento todas las palabras y las acciones
de sus vidas pasaba delante de sus mentes tan claramente como
si hubiesen sido escritas ante su visión en letras de fuego. El tem-
blor se apoderó de aquellas personas y sus rostros palidecieron. Al
principio, mientras rodeaban el trono, aparentaban una indiferencia
negligente. Pero ¡cuán cambiadas estaban! Había desaparecido la
sensación de seguridad y en su lugar reinaba un terror indecible.
Cada alma se sentía presa de espanto, no fuese que se hallara entre
los que eran hallados faltos. Todo ojo se fijaba en el rostro de Aquel
que estaba sentado sobre el trono; y mientras sus ojos escrutadores
recorrían solemnemente la compañía, los corazones temblaban por-
que se sentían condenados sin que se pronunciase una palabra. Con
angustia en el alma, cada uno declaraba su propia culpabilidad, y de
forma terriblemente vívida veían que al pecar habían desechado el
precioso don de la vida eterna.
Una clase de personas estaba anotada por haber estorbado la
siembra. A medida que el ojo escrutador del Juez se posaba sobre
ellos, se les revelaban distintamente sus pecados y negligencia. Con
labios pálidos y temblorosos reconocían que habían traicionado su
santo cometido. Habían recibido advertencias y privilegios, pero no
los habían escuchado ni aprovechado. Podían ver ahora que habían
presumido demasiado de la misericordia de Dios. En verdad, no
tenían que hacer confesiones como las de los viles bajos y corrompi-
dos; pero, como la higuera, eran malditos porque no llevaron frutos,
porque no aprovecharon los talentos que se les habían confiado.
Esta clase había hecho de su yo algo supremo, y había trabajado
solamente en favor de sus intereses egoístas. No eran ricos para
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con Dios ni habían respondido a sus derechos sobre ellos. Aunque
profesaban ser siervos de Cristo, no le llevaron almas. Si la causa
de Dios hubiese dependido de sus esfuerzos, habría languidecido;
porque no solamente retuvieron los recursos que Dios les había
prestado, sino que se retuvieron a sí mismos. Pero ahora podían
ver y sentir que al mostrarse irresponsables con la obra de Dios, se