El plan de Dios para con nuestras casas editoriales
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nes, y que ellas a su vez hagan el mismo trabajo contribuyendo al
establecimiento de nuevos centros en otros campos.
Una misma ley rige las instituciones y los individuos. Ellas no
deben concentrarse en sí mismas. A medida que una institución se
vuelva estable, y desarrolle su fuerza e influencia, no debe tratar
constantemente de asegurarse nuevas y mejores instalaciones. Para
cada institución como para cada individuo, es un hecho que recibi-
mos para poder impartir. Dios nos da a fin de que podamos dar. En
cuanto una institución ha alcanzado un grado suficiente de desarro-
llo, debe esforzarse para acudir en auxilio de otras instituciones de
Dios que tienen mayores necesidades.
Esto está en armonía con los principios de la ley y del evangelio,
principios ilustrados por la vida de Cristo. La mejor prueba de la
sinceridad de nuestra obediencia a la ley de Dios y de nuestra lealtad
con el Redentor, es un amor desinteresado dispuesto al sacrificio por
nuestro prójimo.
La gloria del evangelio consiste en restaurar en nuestra especie
caída la imagen de la divinidad por una manifestación constante de
beneficencia. Dios honrará este principio doquiera se manifieste.
Los que, por amor de la verdad, siguen el ejemplo de abnegación
de Cristo, hacen una impresión considerable sobre el mundo. Su
ejemplo es convincente y contagioso. Los hombres ven que hay entre
los hijos de Dios una fe que obra por amor y que purifica el alma de
todo egoísmo. En la vida de quienes obedecen los mandamientos de
Dios, los mundanos ven la evidencia convincente de que la ley de
Dios es una ley de amor para con Dios y el hombre.
La obra de Dios debe ser siempre una señal de su benevolencia,
y en el grado en que esta señal se manifieste en el trabajo de nuestras
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instituciones, conquistará la confianza de la gente y obtendrá los
recursos necesarios para el adelantamiento de su reino. El Señor
retraerá sus bendiciones de cualquier ramo de su obra donde se
manifiesten intereses egoístas; pero en el mundo entero dará anchura
a su pueblo si éste aprovecha sus beneficios para el mejoramiento
de la humanidad. Si aceptamos de todo corazón el principio divino
de la benevolencia, si consentimos en obedecer en todo a las indica-
ciones del Espíritu Santo, tendremos la misma experiencia que los
apóstoles.