Página 99 - Testimonios Selectos Tomo 5 (1932)

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Uno con Cristo en Dios
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tu nombre, y manifestarélo aún; para que el amor con que me has
amado, esté en ellos, y yo en ellos.”
Juan 17:20-26
.
El propósito de Dios es que sus hijos se fusionen en la unidad.
¿No es vuestra esperanza vivir juntos en el mismo cielo? ¿Está Cristo
dividido contra sí mismo? ¿Dará él éxito a sus hijos, antes que hayan
apartado de su medio toda discordia y toda crítica, antes que los
obreros, en una perfecta unidad de intención, hayan consagrado
sus corazones, sus pensamientos y sus fuerzas a una obra tan santa
a la vista de Dios? La unión hace la fuerza. La desunión causa
debilidad. Trabajando juntos y con armonía para la salvación de
los hombres, debemos ser en verdad “obreros con Dios.” Los que
se niegan a trabajar en armonía con los demás deshonran a Dios.
El enemigo de las almas se regocija cuando ve a ciertos hermanos
contrariándose unos a otros en su trabajo. Tales personas necesitan
cultivar el amor fraternal y la ternura de corazón. Si pudiesen apartar
el velo que cubre el porvenir y percibir las consecuencias de su
desunión, ciertamente se arrepentirían.
El mundo mira con satisfacción la desunión de los cristianos.
La impiedad se regocija. Dios desea que un cambio se realice en
su pueblo. La unión con Cristo y los unos con los otros constituye
nuestra única salvaguardia en estos últimos días. No dejemos a
Satanás la posibilidad de señalar con el dedo a nuestros miembros de
iglesia, diciendo: “Mirad cómo éstos, que se hallan bajo el estandarte
de Cristo, se aborrecen unos a otros. Nada necesitamos temer de
ellos, puesto que gastan más energías luchando unos contra otros
que combatiendo a mis fuerzas.”
Después del derramamiento del Espíritu Santo, los discípulos
salieron para proclamar al Salvador resucitado, poseídos del único
deseo de salvar almas. Disfrutaban de la dulzura de la comunión
de los santos. Eran afectuosos, atentos, dispuestos a hacer cualquier
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sacrificio en favor de la verdad. En sus relaciones cotidianas unos con
otros, manifestaban el amor que Cristo les había ordenado revelar
al mundo. Por sus palabras y sus acciones, exentas de egoísmo, se
esforzaban por encender este amor en otros corazones.
Los creyentes debían continuar cultivando el amor que llenaba
el corazón de los apóstoles, después del derramamiento del Espíritu
Santo. Debían proseguir adelante, llenos de obediencia voluntaria al
nuevo mandamiento: “Como os he amado, que también os améis los