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El Conflicto Inminente
Satanás consulta con sus ángeles, y luego con esos reyes, con-
quistadores y hombres poderosos. Consideran la fuerza y el número
de los suyos, y declaran que el ejército que está dentro de la ciudad
es pequeño, comparado con el de ellos, y que se lo puede vencer.
Preparan sus planes para apoderarse de las riquezas y gloria de la
nueva Jerusalén. En el acto todos se disponen para la batalla. Hábiles
artífices fabrican armas de guerra. Renombrados caudillos organizan
en compañías y divisiones las muchedumbres de guerreros.
Al fin se da la orden de marcha, y las huestes innumerables
se ponen en movimiento—un ejército cual no fué jamás reunido
por conquistadores terrenales ni podría ser igualado por las fuerzas
combinadas de todas las edades desde que empezaron las guerras en
la tierra. Satanás, el más poderoso guerrero, marcha al frente, y sus
ángeles unen sus fuerzas para esta batalla final. Hay reyes y guerreros
en su comitiva, y las multitudes siguen en grandes compañías, cada
cual bajo su correspondiente jefe. Con precisión militar las columnas
cerradas avanzan sobre la superficie desgarrada y escabrosa de la
tierra hacia la ciudad de Dios. Por orden de Jesús, se cierran las
puertas de la nueva Jerusalén, y los ejércitos de Satanás circundan la
ciudad y se preparan para el asalto.
Entonces Cristo reaparece a la vista de sus enemigos. Muy por
encima de la ciudad, sobre un fundamento de oro bruñido, hay un
trono alto y encumbrado. En el trono está sentado el Hijo de Dios,
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y en torno suyo están los súbditos de su reino. Ningún lenguaje,
ninguna pluma pueden expresar ni describir el poder y la majestad de
Cristo. La gloria del Padre Eterno envuelve a su Hijo. El esplendor
de su presencia llena la ciudad de Dios, rebosando más allá de las
puertas e inundando toda la tierra con su brillo.
Inmediatos al trono se encuentran los que fueron alguna vez
celosos en la causa de Satanás, pero que, cual tizones arrancados
del fuego, siguieron luego a su Salvador con profunda e intensa
devoción. Vienen después los que perfeccionaron su carácter cris-
tiano en medio de la mentira y de la incredulidad, los que honraron
la ley de Dios cuando el mundo cristiano la declaró abolida, y los
millones de todas las edades que fueron martirizados por su fe. Y
más allá está la “grande muchedumbre, que nadie podía contar, de
entre todas las naciones, y las tribus, y los pueblos, y las lenguas
... de pie ante el trono y delante del Cordero, revestidos de ropas