Capítulo 20—El matrimonio
Con una parte del hombre Dios hizo a una mujer, a fin de que
fuese ayuda idónea para él, alguien que fuese una con él, que le
alegrase, le alentase, y bendijese, mientras que él a su vez fuese su
fuerte auxiliador. Todos los que contraen relaciones matrimoniales
con un propósito santo—el esposo para obtener los afectos puros del
corazón de una mujer, y ella para suavizar, mejorar y completar el
carácter de su esposo—cumplen el propósito de Dios para con ellos.
Cristo no vino para destruir esa institución, sino para devolverle
su santidad y elevación originales. Vino para restaurar la imagen
moral de Dios en el hombre, y comenzó su obra sancionando la
relación matrimonial.
El que creó a Eva para que fuese compañera de Adán realizó su
primer milagro en una boda. En la sala donde los amigos y parientes
se regocijaban, Cristo principió su ministerio público. Con su pre-
sencia sancionó el matrimonio, reconociéndolo como institución que
él mismo había fundado. Había dispuesto que hombres y mujeres se
unieran en el santo lazo del matrimonio, para formar familias cuyos
miembros, coronados de honor, fueran reconocidos como miembros
de la familia celestial.
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La boda debería ser una ocasión sencilla y feliz
El amor divino que emana de Cristo no destruye el amor humano
sino que lo incluye. Lo refina y purifica; lo eleva y lo ennoblece. El
amor humano no puede llevar su precioso fruto antes de estar unido
con la naturaleza divina y enderezado hacia el cielo. Jesús quiere
ver matrimonios y hogares felices.
Las Escrituras declaran que Jesús y sus discípulos fueron invita-
dos a esta boda [de Caná]. Cristo no dio a los cristianos autorización
para decir, al ser invitados a una boda: “No deberíamos asistir a una
ocasión de tanto gozo”. Al asistir a aquel banquete Cristo enseñó que
quiere vernos regocijarnos con los que se regocijan en la observancia
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