Página 115 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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En la encrucijada de los caminos
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percepción que le preparó convenientemente para los conflictos de
la vida.
El temor del Señor moraba en el corazón de Lutero y le habilitó
para mantenerse firme en sus propósitos y siempre humilde delante
de Dios. Permanentemente dominado por la convicción de que de-
pendía del auxilio divino, comenzaba cada día con oración y elevaba
constantemente su corazón a Dios para pedirle su dirección y su
auxilio. “Orar bien—decía él con frecuencia—es la mejor mitad del
estudio” (D’Aubigné, lib. 2, cap. 2).
Un día, mientras examinaba unos libros en la biblioteca de la
universidad, descubrió Lutero una Biblia latina. Jamás había visto
aquel libro. Hasta ignoraba que existiese. Había oído porciones de
los Evangelios y de las Epístolas que se leían en el culto público y
suponía que eso era todo lo que contenía la Biblia. Ahora veía, por
primera vez, la Palabra de Dios completa. Con reverencia mezclada
de admiración hojeó las sagradas páginas; con pulso tembloroso y
corazón turbado leyó con atención las palabras de vida, deteniéndose
a veces para exclamar: “¡Ah! ¡si Dios quisiese darme para mí otro
libro como este!” (
ibíd
). Los ángeles del cielo estaban a su lado
y rayos de luz del trono de Dios revelaban a su entendimiento los
tesoros de la verdad. Siempre había tenido temor de ofender a Dios,
pero ahora se sentía como nunca antes convencido de que era un
pobre pecador.
Un sincero deseo de librarse del pecado y de reconciliarse con
Dios le indujo al fin a entrar en un claustro para consagrarse a la
vida monástica. Allí se le obligó a desempeñar los trabajos más
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humillantes y a pedir limosnas de casa en casa. Se hallaba en la
edad en que más se apetecen el aprecio y el respeto de todos, y por
consiguiente aquellas viles ocupaciones le mortificaban y ofendían
sus sentimientos naturales; pero todo lo sobrellevaba con paciencia,
creyendo que lo necesitaba por causa de sus pecados.
Dedicaba al estudio todo el tiempo que le dejaban libre sus ocu-
paciones de cada día y aun robaba al sueño y a sus escasas comidas
el tiempo que hubiera tenido que darles. Sobre todo se deleitaba
en el estudio de la Palabra de Dios. Había encontrado una Biblia
encadenada en el muro del convento, y allá iba con frecuencia a
escudriñarla. A medida que se iba convenciendo más y más de
su condición de pecador, procuraba por medio de sus obras ob-