Página 117 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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En la encrucijada de los caminos
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amigos. Era ya poderoso en las Sagradas Escrituras y la gracia del
Señor descansaba sobre él. Su elocuencia cautivaba a los oyentes, la
claridad y el poder con que presentaba la verdad persuadía a todos y
su fervor conmovía los corazones.
Lutero seguía siendo hijo sumiso de la iglesia papal y no pensaba
cambiar. La providencia de Dios le llevó a hacer una visita a Roma.
Emprendió el viaje a pie, hospedándose en los conventos que hallaba
en su camino. En uno de ellos, en Italia, quedó maravillado de la
magnificencia, la riqueza y el lujo que se presentaron a su vista.
Dotados de bienes propios de príncipes, vivían los monjes en esplén-
didas mansiones, se ataviaban con los trajes más ricos y preciosos y
se regalaban en suntuosa mesa. Consideró Lutero todo aquello que
tanto contrastaba con la vida de abnegación y de privaciones que el
llevaba, y se quedó perplejo.
Finalmente vislumbró en lontananza la ciudad de las siete co-
linas. Con profunda emoción, cayó de rodillas y, levantando las
manos hacia el cielo, exclamó: “¡Salve Roma santa!” (
ibíd
., cap. 6).
Entró en la ciudad, visitó las iglesias, prestó oídos a las maravillosas
narraciones de los sacerdotes y de los monjes y cumplió con todas
las ceremonias de ordenanza. Por todas partes veía escenas que le
llenaban de extrañeza y horror. Notó que había iniquidad entre todas
las clases del clero. Oyó a los sacerdotes contar chistes indecentes y
se escandalizó de la espantosa profanación de que hacían gala los
prelados aun en el acto de decir misa. Al mezclarse con los monjes
y con el pueblo descubrió en ellos una vida de disipación y lascivia.
Doquiera volviera la cara, tropezaba con libertinaje y corrupción en
vez de santidad. “Sin verlo—escribió él—, no se podría creer que
en Roma se cometan pecados y acciones infames; y por lo mismo
acostumbran decir: ‘Si hay un infierno, no puede estar en otra parte
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que debajo de Roma; y de este abismo salen todos los pecados’”
(
ibíd
.).
Por decreto expedido poco antes prometía el papa indulgencia
a todo aquel que subiese de rodillas la “escalera de Pilato” que se
decía ser la misma que había pisado nuestro Salvador al bajar del
tribunal romano, y que, según aseguraban, había sido llevada de
Jerusalén a Roma de un modo milagroso. Un día, mientras estaba
Lutero subiendo devotamente aquellas gradas, recordó de pronto
estas palabras que como trueno repercutieron en su corazón: “El