Página 145 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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Un campeón de la verdad
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como aquella ante la cual compareció Martín Lutero para dar cuenta
de su fe. “Esta comparecencia era ya un manifiesto triunfo conse-
guido sobre el papismo. El papa había condenado a este hombre;
y él se hallaba ante un tribunal que se colocaba así sobre el papa.
El papa le había puesto en entredicho y expulsado de toda sociedad
humana, y sin embargo se le había convocado con términos hon-
rosos, e introducido ante la más augusta asamblea del universo. El
papa le había impuesto silencio; él iba a hablar delante de miles de
oyentes reunidos de los países más remotos de la cristiandad. Una
revolución sin límites se había cumplido así por medio de Lutero.
Roma bajaba ya de su trono, y era la palabra de un fraile la que la
hacía descender” (
ibíd
.).
Al verse ante tan augusta asamblea, el reformador de humilde
cuna pareció sentirse cohibido. Algunos de los príncipes, observando
su emoción, se acercaron a él y uno de ellos le dijo al oído: “No
temáis a aquellos que no pueden matar más que el cuerpo y que
nada pueden contra el alma”. Otro añadió también: “Cuando os
entregaren ante los reyes y los gobernadores, no penséis cómo o qué
habéis de hablar; el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros”.
Así fueron recordadas las palabras de Cristo por los grandes de la
tierra para fortalecer al siervo fiel en la hora de la prueba.
Lutero fue conducido hasta un lugar situado frente al trono del
emperador. Un profundo silencio reinó en la numerosa asamblea.
En seguida un alto dignatario se puso en pie y señalando una colec-
ción de los escritos de Lutero, exigió que el reformador contestase
dos preguntas: Si reconocía aquellas obras como suyas, y si estaba
dispuesto a retractar el contenido de ellas. Habiendo sido leídos los
títulos de los libros, Lutero dijo que sí los reconocía como suyos.
“Tocante a la segunda pregunta—añadió—, atendido que concierne
a la fe y a la salvación de las almas, en la que se halla interesada
la Palabra de Dios, a saber el más grande y precioso tesoro que
existe en los cielos y en la tierra, obraría yo imprudentemente si
respondiera sin reflexión. Pudiera afirmar menos de lo que se me
pide, o más de lo que exige la verdad, y hacerme así culpable contra
esta palabra de Cristo: ‘Cualquiera que me negare delante de los
hombres, le negaré yo también delante de mi Padre que está en los
cielos’.
Mateo 10:33
. Por esta razón, suplico a su majestad imperial,
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