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El Conflicto de los Siglos
con toda sumisión, se digne concederme tiempo, para que pueda yo
responder sin manchar la Palabra de Dios” (
ibíd
.).
Lutero obró discretamente al hacer esta súplica. Sus palabras
convencieron a la asamblea de que él no hablaba movido por pasión
ni arrebato. Esta reserva, esta calma tan sorprendente en semejante
hombre, acreció su fuerza, y le preparó para contestar más tarde con
una sabiduría, una firmeza y una dignidad que iban a frustrar las
esperanzas de sus adversarios y confundir su malicia y su orgullo.
Al día siguiente debía comparecer de nuevo para dar su respues-
ta final. Por unos momentos, al verse frente a tantas fuerzas que
hacían causa común contra la verdad, sintió desmayar su corazón.
Flaqueaba su fe; sintióse presa del temor y horror. Los peligros
se multiplicaban ante su vista y parecía que sus enemigos estaban
cercanos al triunfo, y que las potestades de las tinieblas iban a pre-
valecer. Las nubes se amontonaban sobre su cabeza y le ocultaban
la faz de Dios. Deseaba con ansia estar seguro de que el Señor de
los ejércitos le ayudaría. Con el ánimo angustiado se postró en el
suelo, y con gritos entrecortados que solo Dios podía comprender,
exclamó:
“¡Dios todopoderoso! ¡Dios eterno! ¡cuán terrible es el mundo!
¡cómo abre la boca para tragarme! ¡y qué débil es la confianza que
tengo en ti! [...] Si debo confiar en lo que es poderoso según el
mundo, ¡estoy perdido! ¡Está tomada la última resolución, y está
pronunciada la sentencia! [...] ¡Oh Dios mío! ¡Asísteme contra toda
la sabiduría del mundo! Hazlo [...] tú solo [...] porque no es obra
mía sino tuya. ¡Nada tengo que hacer aquí, nada tengo que combatir
contra estos grandes del mundo! [...] ¡Mas es tuya la causa, y ella es
justa y eterna! ¡Oh Señor! ¡sé mi ayuda! ¡Dios fiel, Dios inmutable!
¡No confío en ningún hombre, pues sería en vano! por cuanto todo
lo que procede del hombre fallece [...]. Me elegiste para esta em-
presa [...]. Permanece a mi lado en nombre de tu Hijo muy amado,
Jesucristo, el cual es mi defensa, mi escudo y mi fortaleza” (
ibíd
.).
Una sabia providencia permitió a Lutero apreciar debidamente el
peligro que le amenazaba, para que no confiase en su propia fuerza
y se arrojase al peligro con temeridad y presunción. Sin embargo
no era el temor del dolor corporal, ni de las terribles torturas que le
amenazaban, ni la misma muerte que parecía tan cercana, lo que le
abrumaba y le llenaba de terror. Había llegado al momento crítico y
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