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El Conflicto de los Siglos
sería condenar verdades que todo el mundo se gozaba en confesar. En
otros escritos exponía los abusos y la corrupción del papado. Revocar
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lo que había dicho sobre el particular equivaldría a infundir nuevas
fuerzas a la tiranía de Roma y a abrir a tan grandes impiedades una
puerta aun más ancha. Finalmente había una tercera categoría de
escritos en que atacaba a simples particulares que querían defender
los males reinantes. En cuanto a esto confesó francamente que los
había atacado con más acritud de lo debido. No se declaró inocente,
pero tampoco podía retractar dichos libros, sin envalentonar a los
enemigos de la verdad, dándoles ocasión para despedazar con mayor
crueldad al pueblo de Dios.
“Sin embargo—añadió—, soy un simple hombre, y no Dios;
por consiguiente me defenderé como lo hizo Jesucristo al decir: ‘Si
he hablado mal, dadme testimonio del mal’. [...] Os conjuro por el
Dios de las misericordias, a vos, serenísimo emperador y a vosotros,
ilustres príncipes, y a todos los demás, de alta o baja alcurnia, a que
me probéis, por los escritos de los profetas y de los apóstoles, que he
errado. Así que me hayáis convencido, retractaré todos mis errores
y seré el primero en echar mano de mis escritos para arrojarlos a las
llamas.
“Lo que acabo de decir muestra claramente que he considerado
y pesado bien los peligros a que me expongo; pero lejos de acobar-
darme, es para mí motivo de gozo ver que el evangelio es hoy día lo
que antes, una causa de disturbio y de discordia. Este es el carácter y
el destino de la Palabra de Dios. ‘No vine a traeros paz, sino guerra,’
dijo Jesucristo. Dios es admirable y terrible en sus juicios; temamos
que al pretender reprimir las discordias, persigamos la Palabra de
Dios, y hagamos caer sobre nosotros un diluvio de irresistibles pe-
ligros, desastres presentes y desolaciones eternas [...]. Yo pudiera
citar ejemplos sacados de la Sagrada Escritura, y hablaros de Faraón,
de los reyes de Babilonia y de los de Israel, quienes jamás obraron
con más eficacia para su ruina, que cuando por consejos en aparien-
cia muy sabios, pensaban consolidar su imperio. Dios ‘remueve las
montañas y las derriba antes que lo perciban’” (
ibíd
.).
Lutero había hablado en alemán; se le pidió que repitiera su
discurso en latín. Y aunque rendido por el primer esfuerzo, hizo lo
que se le pedía y repitió su discurso en latín, con la misma energía
y claridad que la primera vez. La providencia de Dios dirigió este