Página 185 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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La protesta de los príncipes
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y entrar en el sendero que infaliblemente y en tiempo no lejano,
hubiera dado al traste con la Reforma.
“Afortunadamente, consideraron el principio sobre el cual estaba
basado el acuerdo, y obraron por fe. ¿Cuál era ese principio? Era
el derecho de Roma de coartar la libertad de conciencia y prohibir
la libre investigación. Pero, ¿no había quedado estipulado que ellos
y sus súbditos protestantes gozarían libertad religiosa? Sí, pero co-
mo un favor, consignado en el acuerdo, y no como un derecho. En
cuanto a aquellos a quienes no alcanzaba la disposición, los había de
regir el gran principio de autoridad; la conciencia no contaba para
nada; Roma era el juez infalible a quien habría que obedecer. Acep-
tar semejante convenio hubiera equivalido a admitir que la libertad
religiosa debía limitarse a la Sajonia reformada; y en el resto de
la cristiandad la libre investigación y la profesión de fe reformada
serían entonces crímenes dignos del calabozo o del patíbulo. ¿Se
resignarían ellos a ver así localizada la libertad religiosa? ¿Declara-
rían con esto que la Reforma había hecho ya su último convertido y
conquistado su última pulgada de terreno? ¿Y que en las regiones
donde Roma dominaba, su dominio se perpetuaría? ¿Podrían los
reformadores declararse inocentes de la sangre de los centenares y
miles de luchadores que, perseguidos por semejante edicto, tendrían
que sucumbir en los países dominados por el papa? Esto hubiera
sido traicionar en aquella hora suprema la causa del evangelio y
las libertades de la cristiandad” (Wylie, lib. 9, cap. 15). Más bien
“lo sacrificarían ellos todo, hasta sus posesiones, sus títulos y sus
propias vidas” (D’Aubigné, lib. 13, cap. 5).
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“Rechacemos este decreto—dijeron los príncipes—. En asuntos
de conciencia la mayoría no tiene poder”. Declararon los diputados:
“Es al decreto de 1526 al que debemos la paz de que disfruta el
imperio: su abolición llenaría a Alemania de disturbios y facciones.
Es incompetente la dieta para hacer más que conservar la libertad
religiosa hasta tanto que se reúna un concilio general” (
ibíd
.). Prote-
ger la libertad de conciencia es un deber del estado, y es el límite
de su autoridad en materia de religión. Todo gobierno secular que
intenta regir las observancias religiosas o imponerlas por medio
de la autoridad civil, sacrifica precisamente el principio por el cual
lucharon tan noblemente los cristianos evangélicos.