Página 186 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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El Conflicto de los Siglos
Los papistas resolvieron concluir con lo que llamaban una “atre-
vida obstinación”. Para principiar, procuraron sembrar disensiones
entre los que sostenían la causa de la Reforma e intimidar a quienes
todavía no se habían declarado abiertamente por ella. Los represen-
tantes de las ciudades libres fueron citados a comparecer ante la
dieta y se les exigió que declarasen si accederían a las condiciones
del edicto. Pidieron ellos que se les diera tiempo para contestar, lo
que no les fue concedido. Al llegar el momento en que cada cual
debía dar su opinión personal, casi la mitad de los circunstantes se
declararon por los reformadores. Los que así se negaron a sacrificar
la libertad de conciencia y el derecho de seguir su juicio individual,
harto sabían que su actitud les acarrearía las críticas, la condenación
y la persecución. Uno de los delegados dijo: “Debemos negar la
Palabra de Dios, o ser quemados” (
ibíd
.).
El rey Fernando, representante del emperador ante la dieta, vio
que el decreto causaría serios disturbios, a menos que se indujese a
los príncipes a aceptarlo y apoyarlo. En vista de esto, apeló al arte
de la persuasión, pues sabía muy bien que emplear la fuerza contra
semejantes hombres no tendría otro resultado que confirmarlos más
en sus resoluciones. “Suplicó a los príncipes que aceptasen el decre-
to, asegurándoles que este acto llenaría de regocijo al emperador”.
Pero estos hombres leales reconocían una autoridad superior a todos
los gobernantes de la tierra, y contestaron con toda calma: “Noso-
tros obedeceremos al emperador en todo aquello que contribuya a
mantener la paz y la gloria de Dios” (
ibíd
.).
Finalmente manifestó el rey al elector y a sus amigos en presencia
de la dieta que el edicto “iba a ser promulgado como decreto impe-
rial”, y que “lo único que les quedaba era someterse a la decisión
de la mayoría”. Y habiéndose expresado así, salió de la asamblea,
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sin dar oportunidad a los reformadores para discutir o replicar. “En
vano estos le mandaron mensajeros para instarle a que volviera”. A
las súplicas de ellos, solo contestó: “Es asunto concluido; no queda
más que la sumisión” (
ibíd
.).
El partido imperial estaba convencido de que los príncipes cris-
tianos se aferrarían a las Santas Escrituras como a algo superior a
las doctrinas y a los mandatos de los hombres; sabía también que
allí donde se adoptara esta actitud, el papado sería finalmente de-
rrotado. Pero, como lo han hecho millares desde entonces, mirando