La protesta de los príncipes
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no debía ejercer otra influencia que la que procede de la Palabra
de Dios. Cuando los príncipes cristianos se adelantaron a firmar
la confesión, Melanchton se interpuso, diciendo: “A los teólogos
y a los ministros es a quienes corresponde proponer estas cosas;
reservemos para otros asuntos la autoridad de los poderosos de esta
tierra”. “No permita Dios—replicó Juan de Sajonia—que sea yo
excluido. Estoy resuelto a cumplir con mi deber, sin preocuparme de
mi corona. Deseo confesar al Señor. Mi birrete y mi toga de elector
no me son tan preciosos como la cruz de Cristo”. Habiendo dicho
esto, firmó. Otro de los príncipes, al tomar la pluma para firmar,
dijo: “Si la honra de mi Señor Jesucristo lo requiere, estoy listo
[...] para sacrificar mis bienes y mi vida”. “Preferiría dejar a mis
súbditos, mis estados y la tierra de mis padres, para irme bordón en
mano—prosiguió diciendo—, antes que recibir otra doctrina que la
contenida en esta confesión” (
ibíd
., cap. 6). Tal era la fe y el arrojo
de aquellos hombres de Dios.
Llegó el momento señalado para comparecer ante el emperador.
Carlos V, sentado en su trono, rodeado de los electores y los prín-
cipes, dio audiencia a los reformadores protestantes. Se dio lectura
a la confesión de fe de estos. Fueron presentadas con toda claridad
las verdades del evangelio ante la augusta asamblea, y señalados los
errores de la iglesia papal. Con razón fue llamado aquel día “el día
más grande de la Reforma y uno de los más gloriosos en la historia
del cristianismo y de la humanidad” (
ibíd
., cap. 7).
Hacía apenas unos cuantos años que el monje de Wittenberg se
presentara solo en Worms ante el concilio nacional; y ahora, en vez
de él se veían los más nobles y poderosos príncipes del imperio.
A Lutero no se le había permitido comparecer en Augsburgo, pero
estaba presente por sus palabras y por sus oraciones. “Me lleno de
gozo—escribía—, por haber llegado hasta esta hora en que Cristo
ha sido ensalzado públicamente por tan ilustres confesores y en tan
gloriosa asamblea” (
ibíd
.). Así se cumplió lo que dicen las Sagradas
Escrituras: “Hablaré de tus testimonios delante de los reyes”.
Salmos
119:46
.
En tiempo de Pablo, el evangelio, por cuya causa se le encarceló,
fue presentado así a los príncipes y nobles de la ciudad imperial.
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Igualmente, en Augsburgo, lo que el emperador había prohibido
que se predicase desde el púlpito se proclamó en el palacio. Lo que