La reforma en Francia
            
            
              193
            
            
              Hubo algunos, entre los discípulos de Lefevre, que escuchaban
            
            
              con ansia sus palabras, y que mucho después que fuese acallada la
            
            
              voz del maestro, iban a seguir predicando la verdad. Uno de ellos fue
            
            
              Guillermo Farel. Era hijo de padres piadosos y se le había enseñado a
            
            
              aceptar con fe implícita las enseñanzas de la iglesia. Hubiera podido
            
            
              decir como Pablo: “Conforme a la más rigurosa secta de nuestra
            
            
              religión he vivido fariseo”.
            
            
              Hechos 26:5
            
            
              . Como devoto romanista
            
            
              se desvelaba por concluir con todos los que se atrevían a oponerse
            
            
              a la iglesia. “Rechinaba los dientes—decía él más tarde—como un
            
            
              lobo furioso, cuando oía que alguno hablaba contra el papa” (Wylie,
            
            
              lib. 13, cap. 2). Había sido incansable en la adoración de los santos,
            
            
              en compañía de Lefevre, haciendo juntos el jubileo circular de las
            
            
              iglesias de París, adorando en sus altares y adornando con ofrendas
            
            
              los santos relicarios. Pero estas observancias no podían infundir paz
            
            
              a su alma. Todos los actos de penitencia que practicaba no podían
            
            
              borrar la profunda convicción de pecado que pesaba sobre él. Oyó
            
            
              como una voz del cielo las palabras del reformador: “La salvación es
            
            
              por gracia”. “El Inocente es condenado, y el culpable queda libre”.
            
            
              “Es únicamente la cruz de Cristo la que abre las puertas del cielo, y
            
            
              la que cierra las del infierno” (
            
            
              ibíd
            
            
              .).
            
            
              Farel aceptó gozoso la verdad. Por medio de una conversión
            
            
              parecida a la de Pablo, salió de la esclavitud de la tradición y llegó
            
            
              a la libertad de los hijos de Dios. “En vez del sanguinario corazón
            
            
              de lobo hambriento”, tuvo, al convertirse, dice él, “la mansedumbre
            
            
              [198]
            
            
              de un humilde e inofensivo cordero, libre ya el corazón de toda
            
            
              influencia papista, y entregado a Jesucristo” (D’Aubigné, lib. 12,
            
            
              cap. 3).
            
            
              Entretanto que Lefevre continuaba esparciendo entre los estu-
            
            
              diantes la luz divina, Farel, tan celoso en la causa de Cristo como lo
            
            
              había sido en la del papa, se dispuso a predicar la verdad en público.
            
            
              Un dignatario de la iglesia, el obispo de Meaux, no tardó en unirse
            
            
              con ellos. Otros maestros que descollaban por su capacidad y talento,
            
            
              se adhirieron a su propagación del evangelio, y este ganó adherentes
            
            
              entre todas las clases sociales, desde los humildes hogares de los
            
            
              artesanos y campesinos hasta el mismo palacio del rey. La hermana
            
            
              de Francisco I, que era entonces el monarca reinante, abrazó la fe
            
            
              reformada. El mismo rey y la reina madre parecieron por algún
            
            
              tiempo considerarla con simpatía, y los reformadores miraban con