Página 209 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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La reforma en Francia
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veces, el enojo en lástima, el odio en amor, y hablaba con irresistible
elocuencia en pro del evangelio” (Wylie, lib. 13, cap. 20).
Con el fin de atizar aun más la furia del pueblo, los sacerdotes
hicieron circular las más terribles calumnias contra los protestantes.
Los culpaban de querer asesinar a los católicos, derribar al gobierno
y matar al rey. Ni sombra de evidencia podían presentar en apoyo de
tales asertos. Sin embargo resultaron siniestras profecías que iban a
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tener su cumplimiento, pero en circunstancias diferentes y por muy
diversas causas. Las crueldades que los católicos infligieron a los
inocentes protestantes acumularon en su contra la debida retribución,
y en siglos posteriores se verificó el juicio que habían predicho que
sobrevendría sobre el rey, sobre los súbditos y sobre el gobierno; pero
dicho juicio se debió a los incrédulos y a los mismos papistas. No
fue por el establecimiento, sino por la supresión del protestantismo,
por lo que tres siglos más tarde habían de venir sobre Francia tan
espantosas calamidades.
Todas las clases sociales se encontraban ahora presa de la sos-
pecha, la desconfianza y el terror. En medio de la alarma general
se notó cuán profundamente se habían arraigado las enseñanzas
luteranas en las mentes de los hombres que más se distinguían por
su brillante educación, su influencia y la superioridad de su carácter.
Los puestos más honrosos y de más confianza quedaron de repente
vacantes. Desaparecieron artesanos, impresores, literatos, catedráti-
cos de las universidades, autores, y hasta cortesanos. A centenares
salían huyendo de París, desterrándose voluntariamente de su propio
país, dando así en muchos casos la primera indicación de que estaban
en favor de la Reforma. Los papistas se admiraban al ver a tantos
herejes de quienes no habían sospechado y que habían sido tolerados
entre ellos. Su ira se descargó sobre la multitud de humildes víctimas
que había a su alcance. Las cárceles quedaron atestadas y el aire
parecía oscurecerse con el humo de tantas hogueras en que se hacía
morir a los que profesaban el evangelio.
Francisco I se vanagloriaba de ser uno de los caudillos del gran
movimiento que hizo revivir las letras a principios del siglo XVI.
Tenía especial deleite en reunir en su corte a literatos de todos
los países. A su empeño de saber, y al desprecio que le inspiraba
la ignorancia y la superstición de los frailes se debía, siquiera en
parte, el grado de tolerancia que había concedido a los reformadores.