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El Conflicto de los Siglos
Pero, en su celo por aniquilar la herejía, este fomentador del saber
expidió un edicto declarando abolida la imprenta en toda Francia.
Francisco I ofrece uno de los muchos ejemplos conocidos de cómo
la cultura intelectual no es una salvaguardia contra la persecución y
la intolerancia religiosa.
Francia, por medio de una ceremonia pública y solemne, iba a
comprometerse formalmente en la destrucción del protestantismo.
Los sacerdotes exigían que el insulto lanzado al cielo en la condena-
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ción de la misa, fuese expiado con sangre, y que el rey, en nombre
del pueblo, sancionara la espantosa tarea.
Se señaló el 21 de enero de 1535 para efectuar la terrible cere-
monia. Se atizaron el odio hipócrita y los temores supersticiosos de
toda la nación. París estaba repleto de visitantes que habían acudido
de los alrededores y que invadían sus calles.
Tenía que empezar el día con el desfile de una larga e imponente
procesión. “Las casas por delante de las cuales debía pasar, esta-
ban enlutadas, y se habían levantado altares, de trecho en trecho”.
Frente a todas las puertas había una luz encendida en honor del
“santo sacramento”. Desde el amanecer se formó la procesión en
palacio. “Iban delante las cruces y los pendones de las parroquias,
y después, seguían los particulares de dos en dos, y llevando teas
encendidas”. A continuación seguían las cuatro órdenes de frailes,
luciendo cada una sus vestiduras particulares. A estas seguía una
gran colección de famosas reliquias. Iban tras ella, en sus carrozas,
los altos dignatarios eclesiásticos, ostentando sus vestiduras moradas
y de escarlata adornadas con pedrerías, formando todo aquello un
conjunto espléndido y deslumbrador.
“La hostia era llevada por el obispo de París bajo vistoso dosel
[...] sostenido por cuatro príncipes de los de más alta jerarquía [...].
Tras ellos iba el monarca [...]. Francisco I iba en esa ocasión despo-
jado de su corona y de su manto real”. Con “la cabeza descubierta y
la vista hacia el suelo, llevando en su mano un cirio encendido”, el
rey de Francia se presentó en público “como penitente” (
ibíd
., cap.
21). Se inclinaba ante cada altar, humillándose, no por los pecados
que manchaban su alma, ni por la sangre inocente que habían derra-
mado sus manos, sino por el pecado mortal de sus súbditos que se
habían atrevido a condenar la misa. Cerraban la marcha la reina y