Página 33 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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El destino del mundo predicho
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hacia un lugar seguro, la ciudad de Pella, en tierra de Perea, allende
el Jordán.
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Las fuerzas judaicas perseguían de cerca a Cestio y a su ejército
y cayeron sobre la retaguardia con tal furia que amenazaban des-
truirla totalmente. Solo a duras penas pudieron las huestes romanas
completar su retirada. Los judíos no sufrieron más que pocas bajas,
y con los despojos que obtuvieron volvieron en triunfo a Jerusalén.
Pero este éxito aparente no les acarreó sino perjuicios, pues despertó
en ellos un espíritu de necia resistencia contra los romanos, que no
tardó en traer males incalculables a la desdichada ciudad.
Espantosas fueron las calamidades que sufrió Jerusalén cuando
el sitio se reanudó bajo el mando de Tito. La ciudad fue sitiada en
el momento de la Pascua, cuando millones de judíos se hallaban
reunidos dentro de sus muros. Los depósitos de provisiones que,
de haber sido conservados, hubieran podido abastecer a toda la
población por varios años, habían sido destruidos a consecuencia de
la rivalidad y de las represalias de las facciones en lucha, y pronto
los vecinos de Jerusalén empezaron a sucumbir a los horrores del
hambre. Una medida de trigo se vendía por un talento. Tan atroz era
el hambre, que los hombres roían el cuero de sus cintos, sus sandalias
y las cubiertas de sus escudos. Muchos salían durante la noche para
recoger las plantas silvestres que crecían fuera de los muros, a pesar
de que muchos de ellos eran aprehendidos y muertos por crueles
torturas, y a menudo los que lograban escapar eran despojados de
aquello que habían conseguido aun con riesgo de la vida. Los que
estaban en el poder imponían los castigos más infamantes para
obligar a los necesitados a entregar los últimos restos de provisiones
que guardaban escondidos; y tamañas atrocidades eran perpetradas
muchas veces por gente bien alimentada que solo deseaba almacenar
provisiones para más tarde.
Millares murieron a consecuencia del hambre y la pestilencia.
Los afectos naturales parecían haber desaparecido: los esposos se
arrebataban unos a otros los alimentos; los hijos quitaban a sus
ancianos padres la comida que se llevaban a la boca, y la pregunta del
profeta: “¿Se olvidará acaso la mujer de su niño mamante?” recibió
respuesta en el interior de los muros de la desgraciada ciudad, tal
como la diera la Santa Escritura: “Las misericordiosas manos de las
mujeres cuecen a sus mismos hijos! ¡Estos les sirven de comida en