Página 35 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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El destino del mundo predicho
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para salvar el templo. Uno mayor que él había declarado que no
quedaría piedra sobre piedra que no fuese derribada.
La ciega obstinación de los jefes judíos y los odiosos crímenes
perpetrados en el interior de la ciudad sitiada excitaron el horror y
la indignación de los romanos, y finalmente Tito dispuso tomar el
templo por asalto. Resolvió, sin embargo, que si era posible evitaría
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su destrucción. Pero sus órdenes no fueron obedecidas. A la noche,
cuando se había retirado a su tienda para descansar, los judíos hicie-
ron una salida desde el templo y atacaron a los soldados que estaban
afuera. Durante la lucha, un soldado romano arrojó al pórtico por
una abertura un leño encendido, e inmediatamente ardieron los apo-
sentos enmaderados de cedro que rodeaban el edificio santo. Tito
acudió apresuradamente, seguido por sus generales y legionarios,
y ordenó a los soldados que apagasen las llamas. Sus palabras no
fueron escuchadas. Furiosos, los soldados arrojaban teas encendidas
en las cámaras contiguas al templo y con sus espadas degollaron a
gran número de los que habían buscado refugio allí. La sangre corría
como agua por las gradas del templo. Miles y miles de judíos pere-
cieron. Por sobre el ruido de la batalla, se oían voces que gritaban:
“¡Ichabod!”, la gloria se alejó.
“Tito vio que era imposible contener el furor de los soldados
enardecidos por la lucha; y con sus oficiales se puso a contemplar
el interior del sagrado edificio. Su esplendor los dejó maravillados,
y como él notase que el fuego no había llegado aún al lugar santo,
hizo un postrer esfuerzo para salvarlo saliendo precipitadamente y
exhortando con energía a los soldados para que se empeñasen en
contener la propagación del incendio. El centurión Liberalis hizo
cuanto pudo con su insignia de mando para conseguir la obediencia
de los soldados, pero ni siquiera el respeto al emperador bastaba ya
para apaciguar la furia de la soldadesca contra los judíos y su ansia
insaciable de saqueo. Todo lo que los soldados veían en torno suyo
estaba revestido de oro y resplandecía a la luz siniestra de las llamas,
lo cual les inducía a suponer que habría en el santuario tesoros de
incalculable valor. Un soldado romano, sin ser visto, arrojó una tea
encendida entre los goznes de la puerta y en breves instantes todo el
edificio era presa de las llamas. Los oficiales se vieron obligados a
retroceder ante el fuego y el humo que los cegaba, y el noble edificio
quedó entregado a su fatal destino.