Página 542 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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El Conflicto de los Siglos
El hecho de que la iglesia asevere tener el derecho de perdonar
pecados induce a los romanistas a sentirse libres para pecar; y el
mandamiento de la confesión sin la cual ella no otorga su perdón,
tiende además a dar bríos al mal. El que se arrodilla ante un hombre
caído y le expone en la confesión los pensamientos y deseos secretos
de su corazón, rebaja su dignidad y degrada todos los nobles instintos
de su alma. Al descubrir los pecados de su alma a un sacerdote—
mortal desviado y pecador, y demasiado a menudo corrompido por
el vino y la impureza—el hombre rebaja el nivel de su carácter y
consecuentemente se corrompe. La idea que tenía de Dios resulta
envilecida a semejanza de la humanidad caída, pues el sacerdote
hace el papel de representante de Dios. Esta confesión degradante de
hombre a hombre es la fuente secreta de la cual ha brotado gran parte
del mal que está corrompiendo al mundo y lo está preparando para
la destrucción final. Sin embargo, para todo aquel a quien le agrada
satisfacer sus malas tendencias, es más fácil confesarse con un pobre
mortal que abrir su alma a Dios. Es más grato a la naturaleza humana
hacer penitencia que renunciar al pecado; es más fácil mortificar la
carne usando cilicios, ortigas y cadenas desgarradoras que renunciar
a los deseos carnales. Harto pesado es el yugo que el corazón carnal
está dispuesto a cargar antes de doblegarse al yugo de Cristo.
Hay una semejanza sorprendente entre la iglesia de Roma y
la iglesia judaica del tiempo del primer advenimiento de Cristo.
Mientras los judíos pisoteaban secretamente todos los principios
de la ley de Dios, en lo exterior eran estrictamente rigurosos en la
observancia de los preceptos de ella, recargándola con exacciones y
tradiciones que hacían difícil y pesado el cumplir con ella. Así como
los judíos profesaban reverenciar la ley, así también los romanistas
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dicen reverenciar la cruz. Exaltan el símbolo de los sufrimientos de
Cristo, al par que niegan con sus vidas a Aquel a quien ese símbolo
representa.
Los papistas colocan la cruz sobre sus iglesias, sobre sus alta-
res y sobre sus vestiduras. Por todas partes se ve la insignia de la
cruz. Por todas partes se la honra y exalta exteriormente. Pero las
enseñanzas de Cristo están sepultadas bajo un montón de tradicio-
nes absurdas, interpretaciones falsas y exacciones rigurosas. Las
palabras del Salvador respecto a los judíos hipócritas se aplican con
mayor razón aún a los jefes de la Iglesia Católica romana: “Atan