Página 612 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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El Conflicto de los Siglos
de Dios, el hogar de Adán en su inocencia. Luego se oye aquella
voz, más armoniosa que cualquier música que haya acariciado jamás
el oído de los hombres, y que dice: “Vuestro conflicto ha termina-
do”. “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para
vosotros desde la fundación del mundo”.
Entonces se cumple la oración del Salvador por sus discípulos:
“Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, ellos
estén también conmigo”. A aquellos a quienes rescató con su sangre,
Cristo los presenta al Padre “delante de su gloria irreprensibles,
con grande alegría” (
Judas 24, VM
), diciendo: “¡Heme aquí a mí,
y a los hijos que me diste!” “A los que me diste, yo los guardé”.
¡Oh maravillas del amor redentor! ¡Qué dicha aquella cuando el
Padre eterno, al ver a los redimidos verá su imagen, ya desterrada la
discordia del pecado y sus manchas quitadas, y a lo humano una vez
más en armonía con lo divino!
Con amor inexpresable, Jesús admite a sus fieles “en el gozo
de su Señor”. El Salvador se regocija al ver en el reino de gloria
las almas que fueron salvadas por su agonía y humillación. Y los
redimidos participarán de este gozo, al contemplar entre los bien-
venidos a aquellos a quienes ganaron para Cristo por sus oraciones,
sus trabajos y sacrificios de amor. Al reunirse en torno del gran
trono blanco, indecible alegría llenará sus corazones cuando noten
a aquellos a quienes han conquistado para Cristo, y vean que uno
ganó a otros, y estos a otros más, para ser todos llevados al puerto
de descanso donde depositarán sus coronas a los pies de Jesús y le
alabarán durante los siglos sin fin de la eternidad.
Cuando se da la bienvenida a los redimidos en la ciudad de Dios,
un grito triunfante de admiración llena los aires. Los dos Adanes
están a punto de encontrarse. El Hijo de Dios está en pie con los
brazos extendidos para recibir al padre de nuestra raza al ser que él
creó, que pecó contra su Hacedor, y por cuyo pecado el Salvador
lleva las señales de la crucifixión. Al distinguir Adán las cruentas
señales de los clavos, no se echa en los brazos de su Señor, sino que
se prosterna humildemente a sus pies, exclamando: “¡Digno, digno
es el Cordero que fue inmolado!” El Salvador lo levanta con ternura,
y le invita a contemplar nuevamente la morada edénica de la cual ha
estado desterrado por tanto tiempo.