Página 613 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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La liberación del pueblo de Dios
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Después de su expulsión del Edén, la vida de Adán en la tierra
estuvo llena de pesar. Cada hoja marchita, cada víctima ofrecida
en sacrificio, cada ajamiento en el hermoso aspecto de la naturale-
za, cada mancha en la pureza del hombre, le volvían a recordar su
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pecado. Terrible fue la agonía del remordimiento cuando notó que
aumentaba la iniquidad, y que en contestación a sus advertencias, se
le tachaba de ser él mismo causa del pecado. Con paciencia y hu-
mildad soportó, por cerca de mil años, el castigo de su transgresión.
Se arrepintió sinceramente de su pecado y confió en los méritos del
Salvador prometido, y murió en la esperanza de la resurrección. El
Hijo de Dios reparó la culpa y caída del hombre, y ahora, merced a la
obra de propiciación, Adán es restablecido a su primitiva soberanía.
Transportado de dicha, contempla los árboles que hicieron una
vez su delicia, los mismos árboles cuyos frutos recogiera en los días
de su inocencia y dicha. Ve las vides que sus propias manos cultiva-
ron, las mismas flores que se gozaba en cuidar en otros tiempos. Su
espíritu abarca toda la escena; comprende que este es en verdad el
Edén restaurado y que es mucho más hermoso ahora que cuando él
fue expulsado. El Salvador le lleva al árbol de la vida, toma su fruto
glorioso y se lo ofrece para comer. Adán mira en torno suyo y nota
a una multitud de los redimidos de su familia que se encuentra en
el paraíso de Dios. Entonces arroja su brillante corona a los pies de
Jesús, y, cayendo sobre su pecho, abraza al Redentor. Toca luego el
arpa de oro, y por las bóvedas del cielo repercute el canto triunfal:
“¡Digno, digno, digno es el Cordero, que fue inmolado y volvió a
vivir!” La familia de Adán repite los acordes y arroja sus coronas a
los pies del Salvador, inclinándose ante él en adoración.
Presencian esta reunión los ángeles que lloraron por la caída de
Adán y se regocijaron cuando Jesús, una vez resucitado, ascendió al
cielo después de haber abierto el sepulcro para todos aquellos que
creyesen en su nombre. Ahora contemplan el cumplimiento de la
obra de redención y unen sus voces al cántico de alabanza.
Delante del trono, sobre el mar de cristal—ese mar de vidrio
que parece revuelto con fuego por lo mucho que resplandece con
la gloria de Dios—se halla reunida la compañía de los que salieron
victoriosos “de la bestia, y de su imagen, y de su señal, y del número
de su nombre”. Con el Cordero en el monte de Sión, “teniendo las
arpas de Dios”, están en pie los ciento cuarenta y cuatro mil que