Página 73 - El Conflicto de los Siglos (2007)

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Fieles portaantorchas
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El mensajero de la verdad proseguía su camino; pero su apa-
riencia humilde, su sinceridad, su formalidad y su fervor profundo
se prestaban a frecuentes observaciones. En muchas ocasiones sus
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oyentes no le preguntaban de dónde venía ni adónde iba. Tan em-
bargados se hallaban al principio por la sorpresa y después por la
gratitud y el gozo, que no se les ocurría hacerle preguntas. Cuando
le habían instado a que los acompañara a sus casas, les había con-
testado que debía primero ir a visitar las ovejas perdidas del rebaño.
¿Sería un ángel del cielo? se preguntaban.
En muchas ocasiones no se volvía a ver al mensajero de la verdad.
Se había marchado a otras tierras, o su vida se consumía en algún
calabozo desconocido, o quizá sus huesos blanqueaban en el sitio
mismo donde había muerto dando testimonio por la verdad. Pero
las palabras que había pronunciado no podían desvanecerse. Hacían
su obra en el corazón de los hombres, y solo en el día del juicio se
conocerán plenamente sus preciosos resultados.
Los misioneros valdenses invadían el reino de Satanás y los po-
deres de las tinieblas se sintieron incitados a mayor vigilancia. Cada
esfuerzo que se hacía para que la verdad avanzara era observado
por el príncipe del mal, y este atizaba los temores de sus agentes.
Los caudillos papales veían peligrar su causa debido a los trabajos
de estos humildes viandantes. Si permitían que la luz de la verdad
brillara sin impedimento, disiparía las densas nieblas del error que
envolvían a la gente; guiaría los espíritus de los hombres hacia Dios
solo y destruiría al fin la supremacía de Roma.
La misma existencia de estos creyentes que guardaban la fe de
la primitiva iglesia era un testimonio constante contra la apostasía
de Roma, y por lo tanto despertaba el odio y la persecución más
implacables. Era además una ofensa que Roma no podía tolerar el
que se negasen a entregar las Sagradas Escrituras. Determinó raerlos
de la superficie de la tierra. Entonces empezaron las más terribles
cruzadas contra el pueblo de Dios en sus hogares de las montañas.
Lanzáronse inquisidores sobre sus huellas, y la escena del inocente
Abel cayendo ante el asesino Caín repitióse con frecuencia.
Una y otra vez fueron asolados sus feraces campos, destruidas
sus habitaciones y sus capillas, de modo que de lo que había sido
campos florecientes y hogares de cristianos sencillos y hacendosos
no quedaba más que un desierto. Como la fiera que se enfurece más