Página 145 - El Conflicto de los Siglos (1954)

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Un campeón de la verdad
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poco que Lutero se había repuesto de la enfermedad que poco antes
le aquejara; estaba debilitado por el viaje que había durado dos se-
manas enteras; debía prepararse para los animados acontecimientos
del día siguiente y necesitaba quietud y reposo. Era tan grande la
curiosidad que tenían todos por verlo, que no bien había descansado
unas pocas horas cuando llegaron a la posada de Lutero condes, ba-
rones, caballeros, hidalgos, eclesiásticos y ciudadanos que ansiaban
ser recibidos por él. Entre estos visitantes se contaban algunos de
aquellos nobles que con tanta bizarría pidieran al emperador que
emprendiera una reforma de los abusos de la iglesia, y que, decía
Lutero, “habían sido libertados por mi evangelio.”—Martyn, pág.
393. Todos, amigos como enemigos, venían a ver al monje indómi-
to, que los recibía con inalterable serenidad y a todos contestaba
con saber y dignidad. Su porte era distinguido y resuelto. Su rostro
delicado y pálido dejaba ver huellas de cansancio y enfermedad, a
la vez que una mezcla de bondad y gozo. Sus palabras, impregna-
das de solemnidad y profundo fervor, le daban un poder que sus
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mismos enemigos no podían resistir. Amigos y enemigos estaban
maravillados. Algunos estaban convencidos de que le asistía una
fuerza divina; otros decían de él lo que los fariseos decían de Cristo:
“Demonio tiene.”
Al día siguiente de su llegada Lutero fué citado a comparecer
ante la dieta. Se nombró a un dignatario imperial para que lo condu-
jese a la sala de audiencias, a la que llegaron no sin dificultad. Todas
las calles estaban obstruídas por el gentío que se agolpaba en todas
partes, curioso de conocer al monje que se había atrevido a resistir
la autoridad del papa.
En el momento en que entraba en la presencia de sus jueces, un
viejo general, héroe de muchas batallas, le dijo en tono bondadoso:
“¡Frailecito! ¡frailecito! ¡haces frente a una empresa tan ardua, que
ni yo ni otros capitanes hemos visto jamás tal en nuestros más
sangrientos combates! Pero si tu causa es justa, y si estás convencido
de ello, ¡avanza en nombre de Dios, y nada temas! ¡Dios no te
abandonará!”—D’Aubigné lib. 7, cap. 8.
Abriéronse por fin ante él las puertas del concilio. El emperador
ocupaba el trono, rodeado de los más ilustres personajes del imperio.
Ningún hombre compareció jamás ante una asamblea tan imponente
como aquella ante la cual compareció Martín Lutero para dar cuenta