Página 150 - El Conflicto de los Siglos (1954)

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El Conflicto de los Siglos
de los argumentos de Lutero; pero al repetirlos el orador pudieron
darse mejor cuenta de los puntos desarrollados por él.
Aquellos que cerraban obstinadamente los ojos para no ver la
luz, resueltos ya a no aceptar la verdad, se llenaron de ira al oír
las poderosas palabras de Lutero. Tan luego como hubo dejado
de hablar, el que tenía que contestar en nombre de la dieta le dijo
con indignación: “No habéis respondido a la pregunta que se os
ha hecho... Se exige de vos una respuesta clara y precisa. ¿Queréis
retractaros, sí o no?”
El reformador contestó: “Ya que su serenísima majestad y sus
altezas exigen de mí una respuesta sencilla, clara y precisa, voy
a darla, y es ésta: Yo no puedo someter mi fe ni al papa ni a los
concilios, porque es tan claro como la luz del día que ellos han
caído muchas veces en el error así como en muchas contradicciones
consigo mismos. Por lo cual, si no se me convence con testimonios
bíblicos, o con razones evidentes, y si no se me persuade con los
mismos textos que yo he citado, y si no sujetan mi conciencia a la
Palabra de Dios,
yo no puedo ni quiero retractar nada,
por no ser
digno de un cristiano hablar contra su conciencia. Heme aquí; no
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me es dable hacerlo de otro modo. ¡Que Dios me ayude! ¡Amén!”—
Ibid
.
Así se mantuvo este hombre recto en el firme fundamento de la
Palabra de Dios. La luz del cielo iluminaba su rostro. La grandeza y
pureza de su carácter, el gozo y la paz de su corazón eran manifiestos
a todos los que le oían dar su testimonio contra el error, y veían en
él esa fe que vence al mundo.
La asamblea entera quedó un rato muda de asombro. La primera
vez había hablado Lutero en tono respetuoso y bajo, en actitud casi
sumisa. Los romanistas habían interpretado todo esto como prueba
evidente de que el valor empezaba a faltarle. Se habían figurado que
la solicitud de un plazo para dar su contestación equivalía al preludio
de su retractación. Carlos mismo, al notar no sin desprecio el hábito
raído del fraile, su actitud tan llana, la sencillez de su oración, había
exclamado: “Por cierto no será este monje el que me convierta en
hereje.” Empero el valor y la energía que esta vez desplegara, así
como la fuerza y la claridad de sus argumentaciones, los dejaron
a todos sorprendidos. El emperador, lleno de admiración, exclamó
entonces: “El fraile habla con un corazón intrépido y con inmuta-