Página 151 - El Conflicto de los Siglos (1954)

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Un campeón de la verdad
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ble valor.” Muchos de los príncipes alemanes veían con orgullo y
satisfacción a este representante de su raza.
Los partidarios de Roma estaban derrotados; su causa ofrecía un
aspecto muy desfavorable. Procuraron conservar su poderío, no por
medio de las Escrituras, sino apelando a las amenazas, como lo hace
siempre Roma en semejantes casos. El orador de la dieta dijo: “Si
no te retractas, el emperador y los estados del imperio verán lo que
debe hacerse con un hereje obstinado.”
Los amigos de Lutero, que habían oído su noble defensa, po-
seídos de sincero regocijo, temblaron al oír las palabras del orador
oficial; pero el doctor mismo, con toda calma, repuso: “¡Dios me
ayude! porque de nada puedo retractarme.”—
Ibid
.
Se indicó a Lutero que se retirase mientras los príncipes delibera-
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ban. Todos se daban cuenta de que era un momento de gran crisis. La
persistente negativa de Lutero a someterse podía afectar la historia
de la iglesia por muchos siglos. Se acordó darle otra oportunidad
para retractarse. Por última vez le hicieron entrar de nuevo en la sala.
Se le volvió a preguntar si renunciaba a sus doctrinas. Contestó: “No
tengo otra respuesta que dar, que la que he dado.” Era ya bien claro y
evidente que no podrían inducirle a ceder, ni de grado ni por fuerza,
a las exigencias de Roma.
Los caudillos papales estaban acongojados porque su poder,
que había hecho temblar a los reyes y a los nobles, era así despre-
ciado por un pobre monje, y se propusieron hacerle sentir su ira,
entregándole al tormento. Pero, reconociendo Lutero el peligro que
corría, había hablado a todos con dignidad y serenidad cristiana.
Sus palabras habían estado exentas de orgullo, pasión o falsedad. Se
había perdido de vista a sí mismo y a los grandes hombres que le
rodeaban, y sólo sintió que se hallaba en presencia de Uno que era
infinitamente superior a los papas, a los prelados, a los reyes y a los
emperadores. Cristo mismo había hablado por medio del testimonio
de Lutero con tal poder y grandeza, que tanto en los amigos como
en los adversarios despertó pavor y asombro. El Espíritu de Dios
había estado presente en aquel concilio impresionando vivamente
los corazones de los jefes del imperio. Varios príncipes reconocie-
ron sin embozo la justicia de la causa del reformador. Muchos se
convencieron de la verdad; pero en algunos la impresión no fué du-
radera. Otros aún hubo que en aquel momento no manifestaron sus