Se enciende una luz en Suiza
161
ros de esta última parte de vuestro ministerio tomando un vicario
substituto, sobre todo para la predicación. Vos no debéis administrar
[188]
los sacramentos sino a los más notables, y sólo después que os lo
hayan pedido; os está prohibido administrarlos sin distinción de
personas.”—
Id.,
cap. 6.
Zuinglio oyó en silencio estas explicaciones, y en contestación,
después de haber expresado su gratitud por el honor que le habían
conferido al haberle llamado a tan importante puesto, procedió a
explicar el plan de trabajo que se había propuesto adoptar. “La
vida de Jesús—dijo—ha estado demasiado tiempo oculta al pueblo.
Me propongo predicar sobre todo el Evangelio según San Mateo,
... ciñéndome a la fuente de la Sagrada Escritura, escudriñándola y
comparándola con ella misma, buscando su inteligencia por medio de
ardientes y constantes oraciones. A la gloria de Dios, a la alabanza de
su único Hijo, a la pura salvación de las almas, y a su instrucción en
la verdadera fe, es a lo que consagraré mi ministerio.”—
Ibid
. Aunque
algunos de los eclesiásticos desaprobaron este plan y procuraron
disuadirle de adoptarlo, Zuinglio se mantuvo firme. Declaró que no
iba a introducir un método nuevo, sino el antiguo método empleado
por la iglesia en lo pasado, en tiempos de mayor pureza religiosa.
Ya se había despertado el interés de los que escuchaban las ver-
dades que él enseñaba, y el pueblo se reunía en gran número a oír
la predicación. Muchos que desde hacía tiempo habían dejado de
asistir a los oficios, se hallaban ahora entre sus oyentes. Inició Zuin-
glio su ministerio abriendo los Evangelios y leyendo y explicando a
sus oyentes la inspirada narración de la vida, doctrina y muerte de
Cristo. En Zurich, como en Einsiedeln, presentó la Palabra de Dios
como la única autoridad infalible, y expuso la muerte de Cristo como
el solo sacrificio completo. “Es a Jesucristo—dijo—a quien deseo
conduciros; a Jesucristo, verdadero manantial de salud.”—
Ibid
. En
torno del predicador se reunían multitudes de personas de todas
las clases sociales, desde los estadistas y los estudiantes, hasta los
artesanos y los campesinos. Escuchaban sus palabras con el más
profundo interés. El no proclamaba tan sólo el ofrecimiento de una
[189]
salvación gratuita, sino que denunciaba sin temor los males y las
corrupciones de la época. Muchos regresaban de la catedral dando
alabanzas a Dios. “¡Este, decían, es un predicador de verdad! él será
nuestro Moisés, para sacarnos de las tinieblas de Egipto.”—
Ibid
.