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El Conflicto de los Siglos
Los papistas se consideraban triunfantes. Se presentaron en gran
número en Spira y manifestaron abiertamente sus sentimientos hosti-
les para con los reformadores y para con todos los que los favorecían.
Decía Melanchton: “Nosotros somos la escoria y la basura del mun-
do, mas Dios proveerá para sus pobres hijos y cuidará de ellos.”—
Id.,
cap.5. A los príncipes evangélicos que asistieron a la dieta se les
prohibió que se predicara el Evangelio en sus residencias. Pero la
gente de Spira estaba sedienta de la Palabra de Dios y, no obstante
dicha prohibición, miles acudían a los cultos que se celebraban en la
capilla del elector de Sajonia.
Esto precipitó la crisis. Una comunicación imperial anunció a la
dieta que habiendo originado graves desórdenes la autorización que
concedía la libertad de conciencia, el emperador mandaba que fuese
suprimida. Este acto arbitrario excitó la indignación y la alarma de
los cristianos evangélicos. Uno de ellos dijo: “Cristo ha caído de nue-
vo en manos de Caifás y de Pilato.” Los romanistas se volvieron más
intransigentes. Un fanático papista dijo: “Los turcos son mejores que
los luteranos; porque los turcos observan días de ayuno mientras que
los luteranos los profanan. Si hemos de escoger entre las Sagradas
Escrituras de Dios y los antiguos errores de la iglesia, tenemos que
rechazar aquéllas.” Melanchton decía: “Cada día, Faber, en plena
asamblea, arroja una piedra más contra los evangélicos.”—
Ibid
.
La tolerancia religiosa había sido implantada legalmente, y los
estados evangélicos resolvieron oponerse a que sus derechos fueran
pisoteados. A Lutero, todavía condenado por el edicto de Worms,
no le era permitido presentarse en Spira, pero le representaban sus
colaboradores y los príncipes que Dios había suscitado en defensa
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de su causa en aquel trance. El ilustre Federico de Sajonia, antiguo
protector de Lutero, había sido arrebatado por la muerte, pero el
duque Juan, su hermano y sucesor, había saludado la Reforma con
gran gozo, y aunque hombre de paz no dejó de desplegar gran energía
y celo en todo lo que se relacionaba con los intereses de la fe.
Los sacerdotes exigían que los estados que habían aceptado la
Reforma se sometieran implícitamente a la jurisdicción de Roma.
Por su parte, los reformadores reclamaban la libertad que previamen-
te se les había otorgado. No podían consentir en que Roma volviera
a tener bajo su dominio los estados que habían recibido con tanto
regocijo la Palabra de Dios.