La protesta de los príncipes
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Finalmente se propuso que en los lugares donde la Reforma
no había sido establecida, el edicto de Worms se aplicara con todo
rigor, y que “en los lugares donde el pueblo se había apartado de
él y donde no se le podría hacer conformarse a él sin peligro de
levantamiento, por lo menos no se introdujera ninguna nueva refor-
ma, no se predicara sobre puntos que se prestaran a disputas, no se
hiciera oposición a la celebración de la misa, ni se permitiera que
los católicos romanos abrazaran las doctrinas de Lutero.”—
Ibid
. La
dieta aprobó esta medida con gran satisfacción de los sacerdotes y
prelados del papa.
Si se aplicaba este edicto, “la Reforma no podría extenderse ... en
los puntos adonde no había llegado todavía, ni podría siquiera afir-
marse ... en los países en que se había extendido.”—
Ibid
. Quedaría
suprimida la libertad de palabra y no se tolerarían más conversiones.
Y se exigía a los amigos de la Reforma que se sometieran inmedia-
tamente a estas restricciones y prohibiciones. Las esperanzas del
mundo parecían estar a punto de extinguirse. “El restablecimiento
de la jerarquía papal ... volvería a despertar inevitablemente los anti-
guos abusos,” y sería fácil hallar ocasión de “acabar con una obra
que ya había sido atacada tan violentamente” por el fanatismo y la
disensión. (
Ibid
.)
[212]
Cuando el partido evangélico se reunió para conferenciar, los
miembros se miraban unos a otros con manifiesto desaliento. Todos
se preguntaban unos a otros: “¿Qué hacer?” Estaban en juego gran-
des consecuencias para el porvenir del mundo. ¿Debían someterse
los jefes de la Reforma y acatar el edicto? ¡Cuán fácil hubiera sido
para los reformadores en aquella hora, angustiosa en extremo, tomar
por un sendero errado! ¡Cuántos excelentes pretextos y hermosas
razones no hubieran podido alegar para presentar como necesaria la
sumisión! A los príncipes luteranos se les garantizaba el libre ejerci-
cio de su culto. El mismo favor se hacía extensivo a sus súbditos que
con anterioridad al edicto hubiesen abrazado la fe reformada. ¿No
podían contentarse con esto? ¡De cuántos peligros no les libraría su
sumisión! ¡A cuántos sinsabores y conflictos no les iba a exponer su
oposición! ¿Quién sabía qué oportunidades no les traería el porve-
nir? Abracemos la paz; aceptemos el ramo de olivo que nos brinda
Roma, y restañemos las heridas de Alemania. Con argumentos co-
mo éstos hubieran podido los reformadores cohonestar su sumisión