190
El Conflicto de los Siglos
más notable sería la intervención de Dios en su favor. Todas las
[222]
precauciones políticas propuestas, eran, según su modo de ver, hijas
de un temor indigno y de una desconfianza pecaminosa.”—
Id.,
lib.
10, cap. 14.
Cuando enemigos poderosos se unían para destruir la fe refor-
mada y millares de espadas parecían desenvainarse para combatirla,
Lutero escribió: “Satanás manifiesta su ira; conspiran pontífices
impíos; y nos amenaza la guerra. Exhortad al pueblo a que luche
con fervor ante al trono de Dios, en fe y ruegos, para que nuestros
adversarios, vencidos por el Espíritu de Dios, se vean obligados a
ser pacíficos. Nuestra más ingente necesidad, la primera cosa que
debemos hacer, es orar; haced saber al pueblo que en esta hora él
mismo se halla expuesto al filo de la espada y a la ira del diablo;
haced que
ore.”
—
Ibid
.
En otra ocasión, con fecha posterior, refiriéndose a la liga que
trataban de organizar los príncipes reformados, Lutero declaró que
la única arma que debería emplearse en esa causa era “la espada del
Espíritu.” Escribió al elector de Sajonia: “No podemos en conciencia
aprobar la alianza propuesta. Preferiríamos morir diez veces antes
que el Evangelio fuese causa de derramar una gota de sangre. Nuestra
parte es ser como ovejas del matadero. La cruz de Cristo hay que
llevarla. No tema su alteza. Más podemos nosotros con nuestras
oraciones que todos nuestros enemigos con sus jactancias. Más
que nada evitad que se manchen vuestras manos con la sangre de
vuestros hermanos. Si el emperador exige que seamos llevados ante
sus tribunales, estamos listos para comparecer. No podéis defender
la fe: cada cual debe creer a costa suya.”—
Id.,
cap. 1.
Del lugar secreto de oración fué de donde vino el poder que
hizo estremecerse al mundo en los días de la gran Reforma. Allí,
con santa calma, se mantenían firmes los siervos de Dios sobre la
roca de sus promesas. Durante la agitación de Augsburgo, Lutero
“no dejó de dedicar tres horas al día a la oración; y este tiempo lo
tomaba de las horas del día más propicias al estudio.” En lo secreto
[223]
de su vivienda se le oía derramar su alma ante Dios con palabras “de
adoración, de temor y de esperanza, como si hablara con un amigo.”
“Sé que eres nuestro Padre y nuestro Dios—decía,—y que has de
desbaratar a los que persiguen a tus hijos, porque tú también estás
envuelto en el mismo peligro que nosotros. Todo este asunto es tuyo