Página 197 - El Conflicto de los Siglos (1954)

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La reforma en Francia
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causa de su pueblo. Su mano le iba a dar libertad. Había levantado
en otros países obreros que impulsasen la Reforma.
En Francia, mucho antes que el nombre de Lutero fuese conocido
como el de un reformador, había empezado a amanecer. Uno de los
primeros en recibir la luz fué el anciano Lefevre, hombre de extensos
conocimientos, catedrático de la universidad de París, y sincero y fiel
partidario del papa. En las investigaciones que hizo en la literatura
antigua se despertó su atención por la Biblia e introdujo el estudio
de ella entre sus estudiantes.
Lefevre era entusiasta adorador de los santos y se había consa-
grado a preparar una historia de éstos y de los mártires como la dan
las leyendas de la iglesia. Era ésta una obra magna, que requería mu-
cho trabajo; pero ya estaba muy adelantado en ella cuando decidió
estudiar la Biblia con el propósito de obtener de ella datos para su
libro. En el sagrado libro halló santos, es verdad, pero no como los
que figuran en el calendario romano. Un raudal de luz divina penetró
en su mente. Perplejo y disgustado abandonó el trabajo que se había
impuesto, y se consagró a la Palabra de Dios. Pronto comenzó a
enseñar las preciosas verdades que encontraba en ella.
En 1512, antes que Lutero y Zuinglio empezaran la obra de la
Reforma, escribía Lefevre: “Dios es el que da, por la fe, la justicia,
que por gracia nos justifica para la vida eterna.”—Wylie, lib. 13,
cap. 1. Refiriéndose a los misterios de la redención, exclamaba:
“¡Oh grandeza indecible de este cambio: el Inocente es condenado,
y el culpable queda libre; el que bendice carga con la maldición,
y la maldición se vuelve bendición; la Vida muere, y los muertos
viven; la Gloria es envuelta en tinieblas, y el que no conocía más
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que confusión de rostro, es revestido de gloria!”—D’Aubigné, lib.
12, cap. 2.
Y al declarar que la gloria de la salvación pertenece sólo a Dios,
declaraba también que al hombre le incumbe el deber de obedecer.
Decía: “Si eres miembro de la iglesia de Cristo, eres miembro
de su cuerpo, y en tal virtud, estás lleno de la naturaleza divina...
¡Oh! si los hombres pudiesen penetrar en este conocimiento y darse
cuenta de este privilegio, ¡cuán pura, casta y santa no sería su vida y
cuán despreciable no les parecería toda la gloria de este mundo en
comparación con la que está dentro de ellos y que el ojo carnal no
puede ver!”—
Ibid
.