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El Conflicto de los Siglos
Hubo algunos, entre los discípulos de Lefevre, que escuchaban
con ansia sus palabras, y que mucho después que fuese acallada la
voz del maestro, iban a seguir predicando la verdad. Uno de ellos fué
Guillermo Farel. Era hijo de padres piadosos y se le había enseñado a
aceptar con fe implícita las enseñanzas de la iglesia. Hubiera podido
decir como Pablo: “Conforme a la más rigurosa secta de nuestra
religión he vivido Fariseo.”
Hechos 26:5
. Como devoto romanista se
desvelaba por concluir con todos los que se atrevían a oponerse a la
iglesia. “Rechinaba los dientes—decía él más tarde—como un lobo
furioso, cuando oía que alguno hablaba contra el papa.”—Wylie,
lib. 13, cap. 2. Había sido incansable en la adoración de los santos,
en compañía de Lefevre, haciendo juntos el jubileo circular de las
iglesias de París, adorando en sus altares y adornando con ofrendas
los santos relicarios. Pero estas observancias no podían infundir paz
a su alma. Todos los actos de penitencia que practicaba no podían
borrar la profunda convicción de pecado que pesaba sobre él. Oyó
como una voz del cielo las palabras del reformador: “La salvación
es por gracia.” “El Inocente es condenado, y el culpable queda libre.”
“Es sólo la cruz de Cristo la que abre las puertas del cielo, y la que
cierra las del infierno.”—
Ibid
.
Farel aceptó gozoso la verdad. Por medio de una conversión
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parecida a la de Pablo, salió de la esclavitud de la tradición y llegó
a la libertad de los hijos de Dios. “En vez del sanguinario corazón
de lobo hambriento,” tuvo, al convertirse, dice él, “la mansedumbre
de un humilde e inofensivo cordero, libre ya el corazón de toda
influencia papista, y entregado a Jesucristo.”—D’Aubigné, lib. 12,
cap. 3.
Entre tanto que Lefevre continuaba esparciendo entre los estu-
diantes la luz divina, Farel, tan celoso en la causa de Cristo como lo
había sido en la del papa, se dispuso a predicar la verdad en público.
Un dignatario de la iglesia, el obispo de Meaux, no tardó en unirse
con ellos. Otros maestros que descollaban por su capacidad y talento,
se adhirieron a su propagación del Evangelio, y éste ganó adherentes
entre todas las clases sociales, desde los humildes hogares de los
artesanos y campesinos hasta el mismo palacio del rey. La hermana
de Francisco I, que era entonces el monarca reinante, abrazó la fe
reformada. El mismo rey y la reina madre parecieron por algún
tiempo considerarla con simpatía, y los reformadores miraban con