Página 206 - El Conflicto de los Siglos (1954)

Basic HTML Version

202
El Conflicto de los Siglos
Biblia, y no pocos, cuyos corazones no habían sido conmovidos por
las verdades de aquélla, las discutían con interés y aun se atrevían
a desafiar a los campeones del romanismo. Calvino, si bien muy
capaz para luchar en el campo de la controversia religiosa, tenía que
desempeñar una misión más importante que la de aquellos bullicio-
sos estudiantes. Los ánimos se sentían confundidos, y había llegado
el momento oportuno de enseñarles la verdad. Entretanto que en
las aulas de la universidad repercutían las disputas de los teólogos,
[236]
Calvino se abría paso de casa en casa, leyendo la Biblia al pueblo y
hablándole de Cristo y de éste crucificado.
Por lo providencia de Dios, París iba a recibir otra invitación
para aceptar el Evangelio. El llamamiento de Lefevre y Farel ha-
bía sido rechazado, pero nuevamente el mensaje iba a ser oído en
aquella gran capital por todas las clases de la sociedad. Llevado
por consideraciones políticas, el rey no estaba enteramente al lado
de Roma contra la Reforma. Margarita abrigaba aún la esperanza
de que el protestantismo triunfaría en Francia. Resolvió que la fe
reformada fuera predicada en París. Ordenó durante la ausencia
del rey que un ministro protestante predicase en las iglesias de la
ciudad. Pero habiéndose opuesto a esto los dignatarios papales, la
princesa abrió entonces las puertas del palacio. Dispúsose uno de
los salones para que sirviera de capilla y se dió aviso que cada día, a
una hora señalada, se predicaría un sermón, al que podían acudir las
personas de toda jerarquía y posición. Muchedumbres asistían a las
predicaciones. No sólo se llenaba la capilla sino que las antesalas y
los corredores eran invadidos por el gentío. Millares se congregaban
diariamente: nobles, magistrados, abogados, comerciantes y artesa-
nos. El rey, en vez de prohibir estas reuniones, dispuso que dos de
las iglesias de París fuesen afectadas a este servicio. Antes de esto
la ciudad no había sido nunca conmovida de modo semejante por la
Palabra de Dios. El Espíritu de vida que descendía del cielo parecía
soplar sobre el pueblo. La templanza, la pureza, el orden y el trabajo
iban substituyendo a la embriaguez, al libertinaje, a la contienda y a
la pereza.
Pero el clero no descansaba. Como el rey se negase a hacer cesar
las predicaciones, apeló entonces al populacho. No perdonó medio
alguno para despertar los temores, los prejuicios y el fanatismo de las
multitudes ignorantes y supersticiosas. Siguiendo ciegamente a sus