Página 209 - El Conflicto de los Siglos (1954)

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La reforma en Francia
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tenía por costumbre convocar a los creyentes para que se reuniesen
en sus asambleas secretas, fué apresado e intimidándolo con la
amenaza de llevarlo inmediatamente a la hoguera, se le ordenó que
condujese a los emisarios papales a ía casa de todo protestante que
hubiera en la ciudad. Se estremeció de horror al oír la vil proposición
que se le hacía; pero, al fin, vencido por el temor de las llamas,
consintió en convertirse en traidor de sus hermanos. Precedido por
la hostia, y rodeado de una compañía de sacerdotes, monaguillos,
frailes y soldados, Morin, el policía secreto del rey, junto con el
traidor, recorrían despacio y sigilosamente las calles de la ciudad. Era
aquello una ostensible demostración en honor del “santo sacramento”
en desagravio por el insulto que los protestantes lanzaran contra
la misa. Aquel espectáculo, sin embargo, no servía más que para
disfrazar los aviesos fines. Al pasar frente a la casa de un luterano,
el traidor hacía una señal, pero no pronunciaba palabra alguna. La
procesión se detenía, entraban en la casa, sacaban a la familia y
la encadenaban, y la terrible compañía seguía adelante en busca
de nuevas víctimas. “No perdonaron casa, grande ni chica, ni los
departamentos de la universidad de París... Morin hizo temblar la
ciudad... Era el reinado del terror.”—
Ibid
.
Las víctimas sucumbían en medio de terribles tormentos, pues
se había ordenado a los verdugos que las quemasen a fuego lento
para que se prolongara su agonía. Pero morían como vencedores.
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No menguaba su fe, ni desmayaba su confianza. Los perseguidores,
viendo que no podían conmover la firmeza de aquellos fieles, se
sentían derrotados. “Se erigieron cadalsos en todos los barrios de
la ciudad de París y se quemaban herejes todos los días con el fin
de sembrar el terror entre los partidarios de las doctrinas heréticas,
multiplicando las ejecuciones. Sin embargo, al fin la ventaja fué
para el Evangelio. Todo París pudo ver qué clase de hombres eran
los que abrigaban en su corazón las nuevas enseñanzas. No hay
mejor pulpito que la hoguera de los mártires. El gozo sereno que
iluminaba los rostros de aquellos hombres cuando ... se les conducía
al lugar de la ejecución, su heroísmo cuando eran envueltos por las
llamas, su mansedumbre para perdonar las injurias, cambiaba no
pocas veces, el enojo en lástima, el odio en amor, y hablaba con
irresistible elocuencia en pro del Evangelio.”—Wylie, lib. 13, cap.
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