Página 211 - El Conflicto de los Siglos (1954)

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La reforma en Francia
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Francisco I ofrece uno de los muchos ejemplos conocidos de cómo
la cultura intelectual no es una salvaguardia contra la persecución y
la intolerancia religiosa.
Francia, por medio de una ceremonia pública y solemne, iba a
comprometerse formalmente en la destrucción del protestantismo.
Los sacerdotes exigían que el insulto lanzado al Cielo en la conde-
nación de la misa, fuese expiado con sangre, y que el rey, en nombre
del pueblo, sancionara la espantosa tarea.
Se señaló el 21 de enero de 1535 para efectuar la terrible cere-
monia. Se atizaron el odio hipócrita y los temores supersticiosos de
toda la nación. París estaba repleto de visitantes que habían acudido
de los alrededores y que invadían sus calles. Tenía que empezar el
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día con el desfile de una larga e imponente procesión. “Las casas
por delante de las cuales debía pasar, estaban enlutadas, y se habían
levantado altares, de trecho en trecho.” Frente a todas las puertas
había una luz encendida en honor del “santo sacramento.” Desde el
amanecer se formó la procesión en palacio. “Iban delante las cruces
y los pendones de las parroquias, y después, seguían los particulares
de dos en dos, y llevando teas encendidas.” A continuación seguían
las cuatro órdenes de frailes, luciendo cada una sus vestiduras parti-
culares. A éstas seguía una gran colección de famosas reliquias. Iban
tras ella, en sus carrozas, los altos dignatarios eclesiásticos, osten-
tando sus vestiduras moradas y de escarlata adornadas con pedrerías,
formando todo aquello un conjunto espléndido y deslumbrador.
“La hostia era llevada por el obispo de París bajo vistoso dosel
... sostenido por cuatro príncipes de los de más alta jerarquía... Tras
ellos iba el monarca... Francisco I iba en esa ocasión despojado
de su corona y de su manto real.” Con “la cabeza descubierta y la
vista hacia el suelo, llevando en su mano un cirio encendido,” el rey
de Francia se presentó en público, “como penitente.”—
Id.,
cap. 21.
Se inclinaba ante cada altar, humillándose, no por los pecados que
manchaban su alma, ni por la sangre inocente que habían derramado
sus manos, sino por el pecado mortal de sus súbditos que se habían
atrevido a condenar la misa. Cerraban la marcha la reina y los
dignatarios del estado, que iban también de dos en dos llevando en
sus manos antorchas encendidas.
Como parte del programa de aquel día, el monarca mismo di-
rigió un discurso a los dignatarios del reino en la vasta sala del