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El Conflicto de los Siglos
palacio episcopal. Se presentó ante ellos con aspecto triste, y con
conmovedora elocuencia, lamentó el “crimen, la blasfemia, y el día
de luto y de desgracia” que habían sobrevenido a toda la nación.
Instó a todos sus leales súbditos a que cooperasen en la extirpación
de la herejía que amenazaba arruinar a Francia. “Tan cierto, señores,
como que soy vuestro rey—declaró,—sí yo supiese que uno de mis
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miembros estuviese contaminado por esta asquerosa podredumbre,
os lo entregaría para que fuese cortado por vosotros... Y aun más,
si viera a uno de mis hijos contaminado por ella, no lo toleraría,
sino que lo entregaría yo mismo y lo sacrificaría a Dios.” Las lá-
grimas le ahogaron la voz y la asamblea entera lloró, exclamando
unánimemente: “¡Viviremos y moriremos en la religión católica!”—
D’Aubigné,
Histoire de la Réformation au temps de Calvin,
lib. 4,
cap. 12.
Terribles eran las tinieblas de la nación que había rechazado la
luz de la verdad. “La gracia que trae salvación” se había manifestado;
pero Francia, después de haber comprobado su poder y su santidad,
después que millares de sus hijos hubieron sido alumbrados por su
belleza, después que su radiante luz se hubo esparcido por ciudades
y pueblos, se desvió y escogió las tinieblas en vez de la luz. Habían
rehusado los franceses el don celestial cuando les fuera ofrecido.
Habían llamado a lo malo bueno, y a lo bueno malo, hasta llegar a
ser víctimas de su propio engaño. Y ahora, aunque creyeran de todo
corazón que servían a Dios persiguiendo a su pueblo, su sinceridad
no los dejaba sin culpa. Habían rechazado precisamente aquella luz
que los hubiera salvado del engaño y librado sus almas del pecado
de derramar sangre.
Se juró solemnemente en la gran catedral que se extirparía la
herejía, y en aquel mismo lugar, tres siglos más tarde iba a ser
entronizada la “diosa razón” por un pueblo que se había olvidado
del Dios viviente. Volvióse a formar la procesión y los representantes
de Francia se marcharon dispuestos a dar principio a la obra que
habían jurado llevar a cabo. “De trecho en trecho, a lo largo del
camino, se habían preparado hogueras para quemar vivos a ciertos
cristianos protestantes, y las cosas estaban arregladas de modo que
cuando se encendieran aquéllas al acercarse el rey, debía detenerse
la procesión para presenciar la ejecución.”—Wylie, lib. 13, cap. 21.
Los detalles de los tormentos que sufrieron estos confesores de