Página 25 - El Conflicto de los Siglos (1954)

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El destino del mundo predicho
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del Señor que fué llevado cautivo.
Jeremías 9:1
;
13:17
. ¡Cuál no
sería entonces la angustia de Aquel cuya mirada profética abarcaba,
no unos pocos años, sino muchos siglos! Veía al ángel exterminador
blandir su espada sobre la ciudad que por tanto tiempo fuera morada
de Jehová. Desde la cumbre del monte de los Olivos, en el lugar
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mismo que más tarde iba a ser ocupado por Tito y sus soldados,
miró a través del valle los atrios y pórticos sagrados, y con los ojos
nublados por las lágrimas, vió en horroroso anticipo los muros de
la ciudad circundados por tropas extranjeras; oyó el estrépito de las
legiones que marchaban en son de guerra, y los tristes lamentos de
las madres y de los niños que lloraban por pan en la ciudad sitiada.
Vió el templo santo y hermoso, los palacios y las torres devorados
por las llamas, dejando en su lugar tan sólo un montón de humeantes
ruinas.
Cruzando los siglos con la mirada, vió al pueblo del pacto dis-
perso en toda la tierra, “como náufragos en una playa desierta.”
En la retribución temporal que estaba por caer sobre sus hijos, vió
como el primer trago de la copa de la ira que en el juicio final aquel
mismo pueblo deberá apurar hasta las heces. La compasión divina
y el sublime amor de Cristo hallaron su expresión en estas lúgu-
bres palabras: “¡Jerusalem, Jerusalem, que matas a los profetas, y
apedreas a los que son enviados a ti! ¡cuántas veces quise juntar
tus hijos, como la gallina junta sus pollos debajo de las alas, y no
quisiste!”
Mateo 23:37
. ¡Oh! ¡si tú, nación favorecida entre todas,
hubieras conocido el tiempo de tu visitación y lo que atañe a tu paz!
Yo detuve al ángel de justicia y te llamé al arrepentimiento, pero en
vano. No rechazaste tan sólo a los siervos ni despreciaste tan sólo a
los enviados y profetas, sino al Santo de Israel, tu Redentor. Si eres
destruída, tú sola tienes la culpa. “No queréis venir a mí, para que
tengáis vida.”
Juan 5:40
.
Cristo vió en Jerusalén un símbolo del mundo endurecido en la
incredulidad y rebelión que corría presuroso a recibir el pago de la
justicia de Dios. Los lamentos de una raza caída oprimían el alma
del Señor, y le hicieron prorrumpir en esas expresiones de dolor. Vió
además las profundas huellas del pecado marcadas por la miseria
humana con lágrimas y sangre; su tierno corazón se conmovió de
compasión infinita por las víctimas de los padecimientos y afliccio-
nes de la tierra; anheló salvarlos a todos. Pero ni aun su mano podía