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El Conflicto de los Siglos
el siglo XII, sin embargo, se estableció en ella el romanismo, y en
ningún otro país ejerció un dominio tan absoluto. En ninguna parte
fueron más densas las tinieblas. Con todo, rayos de luz penetraron
la obscuridad trayendo consigo la promesa de un día por venir. Los
lolardos, que vinieron de Inglaterra con la Biblia y las enseñanzas de
Wiclef, hicieron mucho por conservar el conocimiento del Evangelio,
y cada siglo tuvo sus confesores y sus mártires.
Con la iniciación de la gran Reforma vinieron los escritos de
Lutero y luego el Nuevo Testamento inglés de Tyndale. Sin llamar la
atención del clero, aquellos silenciosos mensajeros cruzaban monta-
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ñas y valles, reanimando la antorcha de la verdad que parecía estar a
punto de extinguirse en Escocia, y deshaciendo la obra que Roma
realizara en los cuatro siglos de opresión que ejerció en el país.
Entonces la sangre de los mártires dió nuevo impulso al movi-
miento de la Reforma. Los caudillos papistas despertaron repen-
tinamente ante el peligro que amenazaba su causa, y llevaron a la
hoguera a algunos de los más nobles y más honorables hijos de
Escocia. Pero con esto no hicieron más que cambiar la hoguera en
púlpito, desde el cual las palabras dichas por esos mártires al morir
resonaron por toda la tierra escocesa y crearon en el alma del pueblo
el propósito bien decidido de libertarse de los grillos de Roma.
Hamilton y Wishart, príncipes por su carácter y por su naci-
miento, y con ellos un largo séquito de más humildes discípulos,
entregaron sus vidas en la hoguera. Empero, de la ardiente pira de
Wishart volvió uno a quien las llamas no iban a consumir, uno que
bajo la dirección de Dios iba a hacer oír el toque de difuntos por el
papado en Escocia.
Juan Knox se había apartado de las tradiciones y de los misti-
cismos de la iglesia para nutrirse de las verdades de la Palabra de
Dios, y las enseñanzas de Wishart le confirmaron en la resolución
de abandonar la comunión de Roma y unirse con los perseguidos
reformadores.
Solicitado por sus compañeros para que desempeñase el cargo de
predicador, rehuyó temblando esta responsabilidad y sólo después de
unos días de meditación y lucha consigo mismo consintió en llevarla.
Pero una vez aceptado el puesto siguió adelante con inquebrantable
resolución y con valor a toda prueba por toda la vida. Este sincero
reformador no tuvo jamás miedo de los hombres. El resplandor de