Heraldos de una nueva era
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el pueblo seguía durmiendo en sus pecados. Jesús vió su iglesia,
semejante a la higuera estéril, cubierta de hojas de presunción y
sin embargo carente de rica fruta. Se observaban con jactancia las
formas de religión, mientras que faltaba el espíritu de verdadera
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humildad, arrepentimiento y fe, o sea lo único que podía hacer acep-
table el servicio ofrecido a Dios. En lugar de los frutos del Espíritu,
lo que se notaba era orgullo, formalismo, vanagloria, egoísmo y
opresión. Era aquélla una iglesia apóstata que cerraba los ojos a
las señales de los tiempos. Dios no la había abandonado ni había
dejado de ser fiel para con ella; pero ella se alejó de él y se apartó
de su amor. Como se negara a satisfacer las condiciones, tampoco
las promesas divinas se cumplieron para con ella.
Esto es lo que sucede infaliblemente cuando se dejan de apreciar
y aprovechar la luz y los privilegios que Dios concede. A menos que
la iglesia siga el sendero que le abre la Providencia, y aceptando cada
rayo de luz, cumpla todo deber que le sea revelado, la religión dege-
nerará inevitablemente en mera observancia de formas, y el espíritu
de verdadera piedad desaparecerá. Esta verdad ha sido demostrada
repetidas veces en la historia de la iglesia. Dios requiere de su pue-
blo obras de fe y obediencia que correspondan a las bendiciones y
privilegios que él le concede. La obediencia requiere sacrificios y
entraña una cruz; y por esto fueron tantos los profesos discípulos de
Cristo que se negaron a recibir la luz del cielo, y, como los judíos
de antaño, no conocieron el tiempo de su visitación.
Lucas 19:44
.
A causa de su orgullo e incredulidad, el Señor los dejó a un lado y
reveló su verdad a los que, cual los pastores de Belén y los magos
de oriente, prestaron atención a toda la luz que habían recibido.
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