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El Conflicto de los Siglos
miserablemente vestido, esperó el permiso del papa para llegar a su
presencia. Sólo después que hubo pasado así tres días, ayunando
y haciendo confesión, condescendió el pontífice en perdonarle. Y
aun entonces fuéle concedida esa gracia con la condición de que el
emperador esperaría la venia del papa antes de reasumir las insignias
reales o de ejercer su poder. Y Gregorio, envanecido con su triunfo,
se jactaba de que era su deber abatir la soberbia de los reyes.
¡Cuán notable contraste hay entre el despótico orgullo de tan
altivo pontífice y la mansedumbre y humildad de Cristo, quien se
presenta a sí mismo como llamando a la puerta del corazón para
ser admitido en él y traer perdón y paz, y enseñó a sus discípulos:
“El que quisiere entre vosotros ser el primero, será vuestro siervo”!
Mateo 20:27
.
Los siglos que se sucedieron presenciaron un constante aumento
del error en las doctrinas sostenidas por Roma. Aun antes del es-
tablecimiento del papado, las enseñanzas de los filósofos paganos
habían recibido atención y ejercido influencia dentro de la iglesia.
Muchos de los que profesaban ser convertidos se aferraban aún a
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los dogmas de su filosofía pagana, y no sólo seguían estudiándolos
ellos mismos sino que inducían a otros a que los estudiaran también
a fin de extender su influencia entre los paganos. Así se introdu-
jeron graves errores en la fe cristiana. Uno de los principales fué
la creencia en la inmortalidad natural del hombre y en su estado
consciente después de la muerte. Esta doctrina fué la base sobre la
cual Roma estableció la invocación de los santos y la adoración de la
virgen María. De la misma doctrina se derivó también la herejía del
tormento eterno para los que mueren impenitentes, que muy pronto
figuró en el credo papal.
De este modo se preparó el camino para la introducción de
otra invención del paganismo, a la que Roma llamó purgatorio, y
de la que se valió para aterrorizar a las muchedumbres crédulas y
supersticiosas. Con esta herejía Roma afirma la existencia de un
lugar de tormento, en el que las almas de los que no han merecido
eterna condenación han de ser castigadas por sus pecados, y de
donde, una vez limpiadas de impureza, son admitidas en el cielo.
(Véase el Apéndice.)
Una impostura más necesitaba Roma para aprovecharse de los
temores y de los vicios de sus adherentes. Fué ésta la doctrina de