Página 59 - El Conflicto de los Siglos (1954)

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Una era de tinieblas espirituales
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las indulgencias. A todos los que se alistasen en las guerras que
emprendía el pontífice para extender su dominio temporal, casti-
gar a sus enemigos o exterminar a los que se atreviesen a negar su
supremacía espiritual, se concedía plena remisión de los pecados
pasados, presentes y futuros, y la condonación de todas las penas
y castigos merecidos. Se enseñó también al pueblo que por medio
de pagos hechos a la iglesia podía librarse uno del pecado y librar
también a las almas de sus amigos difuntos entregadas a las llamas
del purgatorio. Por estos medios llenaba Roma sus arcas y sustentaba
la magnificencia, el lujo y los vicios de los que pretendían ser repre-
sentantes de Aquel que no tuvo donde recostar la cabeza.
(Véase el
Apéndice.)
[64]
La institución bíblica de la Cena del Señor fué substituída por el
sacrificio idolátrico de la misa. Los sacerdotes papales aseveraban
que con sus palabras podían convertir el pan y el vino en “el cuer-
po y sangre verdaderos de Cristo.” (Cardenal Wiseman,
The Real
Presence,
Confer. 8, sec. 3, párr. 26.) Con blasfema presunción se
arrogaban el poder de crear a Dios, Creador de todo. Se les obligaba
a los cristianos, so pena de muerte, a confesar su fe en esta horrible
herejía que afrentaba al cielo. Muchísimos que se negaron a ello
fueron entregados a las llamas.
(Véase el Apéndice.)
En el siglo XIII se estableció la más terrible de las maquinacio-
nes del papado: la Inquisición. El príncipe de las tinieblas obró de
acuerdo con los jefes de la jerarquía papal. En sus concilios secretos,
Satanás y sus ángeles gobernaron los espíritus de los hombres per-
versos, mientras que invisible acampaba entre ellos un ángel de Dios
que llevaba apunte de sus malvados decretos y escribía la historia de
hechos por demás horrorosos para ser presentados a la vista de los
hombres. “Babilonia la grande” fué “embriagada de la sangre de los
santos.” Los cuerpos mutilados de millones de mártires clamaban a
Dios venganza contra aquel poder apóstata.
El papado había llegado a ejercer su despotismo sobre el mundo.
Reyes y emperadores acataban los decretos del pontífice romano.
El destino de los hombres, en este tiempo y para la eternidad, pa-
recía depender de su albedrío. Por centenares de años las doctrinas
de Roma habían sido extensa e implícitamente recibidas, sus ritos
cumplidos con reverencia y observadas sus fiestas por la generali-
dad. Su clero era colmado de honores y sostenido con liberalidad.