El lucero de la reforma
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embargo, antes de que se recibieran las bulas, los obispos, inspirados
por su celo, habían citado a Wiclef a que compareciera ante ellos
para ser juzgado; pero dos de los más poderosos príncipes del reino
le acompañaron al tribunal, y el gentío que rodeaba el edificio y
que se agolpó dentro de él dejó a los jueces tan cohibidos, que se
suspendió el proceso y se le permitió a Wiclef que se retirara en paz.
Poco después Eduardo III, a quien ya entrado en años procuraban
indisponer los prelados contra el reformador, murió, y el antiguo
protector de Wiclef llegó a ser regente del reino.
Pero la llegada de las bulas pontificales impuso a toda Inglaterra
la orden perentoria de arrestar y encarcelar al hereje. Esto equivalía
a una condenación a la hoguera. Ya parecía pues Wiclef destinado
a ser pronto víctima de las venganzas de Roma. Pero Aquel que
había dicho a un ilustre patriarca: “No temas, ... yo soy tu escudo”
(
Génesis 15:1
), volvió a extender su mano para proteger a su siervo,
así que el que murió, no fué el reformador, sino Gregorio XI, el
pontífice que había decretado su muerte, y los eclesiásticos que se
habían reunido para el juicio de Wiclef se dispersaron.
La providencia de Dios dirigió los acontecimientos de tal ma-
nera que ayudaron al desarrollo de la Reforma. Muerto Gregorio,
eligiéronse dos papas rivales. Dos poderes en conflicto, cada cual
pretendiéndose infalible, reclamaban la obediencia de los creyentes.
(Véase el Apéndice.)
Cada uno pedía el auxilio de los fieles para
hacerle la guerra al otro, su rival, y reforzaba sus exigencias con
terribles anatemas contra los adversarios y con promesas celestiales
para sus partidarios. Esto debilitó notablemente el poder papal. Har-
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to tenían que hacer ambos partidos rivales para pelear uno con otro,
de modo que Wiclef pudo descansar por algún tiempo. Anatemas y
recriminaciones volaban de un papa al otro, y ríos de sangre corrían
en la contienda de tan encontrados intereses. La iglesia rebosaba
de crímenes y escándalos. Entre tanto el reformador vivía tranquilo
retirado en su parroquia de Lutterworth, trabajando diligentemente
por hacer que los hombres apartaran la atención de los papas en
guerra uno con otro, y que la fijaran en Jesús, el Príncipe de Paz.
El cisma, con la contienda y corrupción que produjo, preparó el
camino para la Reforma, pues ayudó al pueblo a conocer el papado
tal cual era. En un folleto que publicó Wiclef sobre “El cisma de los
papas,” exhortó al pueblo a considerar si ambos sacerdotes no decían