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El Conflicto de los Siglos
la verdad al condenarse uno a otro como anticristos. “Dios—decía
él—no quiso que el enemigo siguiera reinando tan sólo en uno de
esos sacerdotes, sino que ... puso enemistad entre ambos, para que los
hombres, en el nombre de Cristo, puedan vencer a ambos con mayor
facilidad.”—R. Vaughan,
Life and Opinions of John de Wycliffe,
tomo 2, pág. 6. Como su Maestro, predicaba Wiclef el Evangelio a
los pobres. No dándose por satisfecho con hacer que la luz brillara
únicamente en aquellos humildes hogares de su propia parroquia de
Lutterworth, quiso difundirla por todos los ámbitos de Inglaterra.
Para esto organizó un cuerpo de predicadores, todos ellos hombres
sencillos y piadosos, que amaban la verdad y no ambicionaban otra
cosa que extenderla por todas partes. Para darla a conocer enseñaban
en los mercados, en las calles de las grandes ciudades y en los sitios
apartados; visitaban a los ancianos, a los pobres y a los enfermos
impartiéndoles las buenas nuevas de la gracia de Dios.
Siendo profesor de theologies en Oxford, predicaba Wiclef la
Palabra de Dios en las aulas de la universidad. Presentó la verdad a
los estudiantes con tanta fidelidad, que mereció el título de “Doctor
evangélico.” Pero la obra más grande de su vida había de ser la
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traducción de la Biblia en el idioma inglés. En una obra sobre “La
verdad y el significado de las Escrituras” dió a conocer su intención
de traducir la Biblia para que todo hombre en Inglaterra pudiera leer
en su propia lengua y conocer por sí mismo las obras maravillosas
de Dios.
Pero de pronto tuvo que suspender su trabajo. Aunque no tenía
aún sesenta años de edad, sus ocupaciones continuas, el estudio, y
los ataques de sus enemigos, le habían debilitado y envejecido pre-
maturamente. Le sobrevino una peligrosa enfermedad cuyas nuevas,
al llegar a oídos de los frailes, los llenaron de alegría. Pensaron que
en tal trance lamentaría Wiclef amargamente el mal que había cau-
sado a la iglesia. En consecuencia se apresuraron a ir a su vivienda
para oír su confesión. Dándole ya por agonizante se reunieron en
derredor de él los representantes de las cuatro órdenes religiosas,
acompañados por cuatro dignatarios civiles, y le dijeron: “Tienes el
sello de la muerte en tus labios, conmuévete por la memoria de tus
faltas y retráctate delante de nosotros de todo cuanto has dicho para
perjudicarnos.” El reformador escuchó en silencio; luego ordenó a
su criado que le ayudara a incorporarse en su cama, y mirándolos