Página 87 - El Conflicto de los Siglos (1954)

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El lucero de la reforma
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triunfo para Roma y ponerse fin a la obra del reformador. Así pensa-
ban los papistas. Si lograban su intento, Wiclef se vería obligado a
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abjurar sus doctrinas o de lo contrario sólo saldría del tribunal para
ser quemado.
Empero Wiclef no se retractó, ni quiso disimular nada. Sostuvo
intrépido sus enseñanzas y rechazó los cargos de sus perseguidores.
Olvidándose de sí mismo, de su posición y de la ocasión, emplazó a
sus oyentes ante el tribunal divino y pesó los sofismas y las impostu-
ras de sus enemigos en la balanza de la verdad eterna. El poder del
Espíritu Santo se dejó sentir en la sala del concilio. Los circunstan-
tes notaron la influencia de Dios y parecía que no tuvieran fuerzas
suficientes para abandonar el lugar. Las palabras del reformador
eran como flechas de la aljaba de Dios, que penetraban y herían sus
corazones. El cargo de herejía que pesaba sobre él, Wiclef lo lanzó
contra ellos con poder irresistible. Los interpeló por el atrevimiento
con que extendían sus errores y los denunció como traficantes que
por amor al lucro comerciaban con la gracia de Dios.
“¿Contra quién pensáis que estáis contendiendo?—dijo al
concluir.—¿Con un anciano que está ya al borde del sepulcro?—
¡No! ¡contra la Verdad, la Verdad que es más fuerte que vosotros y
que os vencerá!” (Wylie, lib. 2, cap. 13.) Y diciendo esto se retiró de
la asamblea sin que ninguno de los adversarios intentara detenerlo.
La obra de Wiclef quedaba casi concluída. El estandarte de la
verdad que él había sostenido por tanto tiempo iba pronto a caer
de sus manos; pero era necesario que diese un testimonio más en
favor del Evangelio. La verdad debía ser proclamada desde la misma
fortaleza del imperio del error. Fué emplazado Wiclef a presentarse
ante el tribunal papal de Roma, que había derramado tantas veces
la sangre de los santos. Por cierto que no dejaba de darse cuenta
del gran peligro que le amenazaba, y sin embargo, hubiera asistido
a la cita si no se lo hubiese impedido un ataque de parálisis que le
dejó imposibilitado para hacer el viaje. Pero si su voz no se iba a
oír en Roma, podía hablar por carta, y resolvió hacerlo. Desde su
rectoría el reformador escribió al papa una epístola que, si bien fué
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redactada en estilo respetuoso y espíritu cristiano, era una aguda
censura contra la pompa y el orgullo de la sede papal.
En verdad me regocijo—decía—en hacer notoria y afirmar de-
lante de todos los hombres la fe que poseo, y especialmente ante