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El Conflicto de los Siglos
el obispo de Roma, quien, como supongo que ha de ser persona
honrada y de buena fe, no se negará a confirmar gustoso esta mi fe,
o la corregirá si acaso la encuentra errada.
En primer término, supongo que el Evangelio de Cristo es toda
la substancia de la ley de Dios... Declaro y sostengo que por ser el
obispo de Roma el vicario de Cristo aquí en la tierra, está sujeto
más que nadie a la ley del Evangelio. Porque entre los discípulos
de Cristo la grandeza no consistía en dignidades o valer mundanos,
sino en seguir de cerca a Cristo e imitar fielmente su vida y sus
costumbres... Durante el tiempo de su peregrinación en la tierra
Cristo fué un hombre muy pobre, que despreciaba y desechaba todo
poder y todo honor terreno...
Ningún hombre de buena fe debiera seguir al papa ni a santo
alguno, sino en aquello en que ellos siguen el ejemplo del Señor
Jesucristo, pues San Pedro y los hijos de Zebedeo, al desear honores
del mundo, lo cual no es seguir las pisadas de Cristo, pecaron y, por
tanto, no deben ser imitados en sus errores...
“El papa debería dejar al poder secular todo dominio y gobierno
temporal y con tal fin exhortar y persuadir eficazmente a todo el
clero a hacer otro tanto, pues así lo hizo Cristo y especialmente sus
apóstoles. Por consiguiente, si me he equivocado en cualquiera de
estos puntos, estoy dispuesto a someterme a la corrección y aun a
morir, si es necesario. Si pudiera yo obrar conforme a mi voluntad
y deseo, siendo dueño de mí mismo, de seguro que me presentaría
ante el obispo de Roma; pero el Señor se ha dignado visitarme para
que se haga lo contrario y me ha enseñado a obedecer a Dios antes
que a los hombres.”
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Al concluir decía: “Oremos a Dios para que mueva de tal modo
el corazón de nuestro papa Urbano VI, que él y su clero sigan al
Señor Jesucristo en su vida y costumbres, y así se lo enseñen al
pueblo, a fin de que, siendo ellos el dechado, todos los fieles los
imiten con toda fidelidad.”—Juan Foxe,
Acts and Monuments,
tomo
3, págs. 49, 50.
Así enseñó Wiclef al papa y a sus cardenales la mansedumbre
y humildad de Cristo, haciéndoles ver no sólo a ellos sino a toda la
cristiandad el contraste que había entre ellos y el Maestro de quien
profesaban ser representantes.