Página 91 - El Conflicto de los Siglos (1954)

Basic HTML Version

El lucero de la reforma
87
Las doctrinas que enseñó Wiclef siguieron cundiendo por al-
gún tiempo; sus partidarios, conocidos por wiclefistas y lolardos,
no sólo recorrían Inglaterra sino que se esparcieron por otras par-
tes, llevando a otros países el conocimiento del Evangelio. Cuando
su jefe falleció, los predicadores trabajaron con más celo aun que
antes, y las multitudes acudían a escuchar sus enseñanzas. Algunos
miembros de la nobleza y la misma esposa del rey contábanse en
el número de los convertidos, y en muchos lugares se notaba en las
costumbres del pueblo un cambio notable y se sacaron de las iglesias
los símbolos idólatras del romanismo. Pero pronto la tempestad de
la desapiadada persecución se desató sobre aquellos que se atrevían
a aceptar la Biblia como guía. Los monarcas ingleses, ansiosos de
[102]
confirmar su poder con el apoyo de Roma, no vacilaron en sacrificar
a los reformadores. Por primera vez en la historia de Inglaterra fué
decretado el uso de la hoguera para castigar a los propagadores del
Evangelio. Los martirios seguían a los martirios. Los que abogaban
por la verdad eran desterrados o atormentados y sólo podían clamar
al oído del Dios de Sabaoth. Se les perseguía como a enemigos de la
iglesia y traidores del reino, pero ellos seguían predicando en lugares
secretos, buscando refugio lo mejor que podían en las humildes ca-
sas de los pobres y escondiéndose muchas veces en cuevas y antros
de la tierra.
A pesar de la ira de los perseguidores, continuó serena, firme
y paciente por muchos siglos la protesta que los siervos de Dios
sostuvieron contra la perversión predominante de las enseñanzas
religiosas. Los cristianos de aquellos tiempos primitivos no tenían
más que un conocimiento parcial de la verdad, pero habían apren-
dido a amar la Palabra de Dios y a obedecerla, y por ella sufrían
con paciencia. Como los discípulos en los tiempos apostólicos, mu-
chos sacrificaban sus propiedades terrenales por la causa de Cristo.
Aquellos a quienes se permitía habitar en sus hogares, daban asilo
con gusto a sus hermanos perseguidos, y cuando a ellos también
se les expulsaba de sus casas, aceptaban alegremente la suerte de
los desterrados. Cierto es que miles de ellos, aterrorizados por la
furia de los perseguidores, compraron su libertad haciendo el sacri-
ficio de su fe, y salieron de las cárceles llevando el hábito de los
arrepentidos para hacer pública retractación; pero no fué escaso el
número—contándose entre ellos nobles y ricos, así como pobres