Capítulo 6—Dos héroes de la edad media
La semilla del Evangelio había sido sembrada en Bohemia desde
el siglo noveno; la Biblia había sido traducida, y el culto público
celebrábase en el idioma del pueblo; pero conforme iba aumentando
el poder papal, obscurecíase también la Palabra de Dios. Gregorio
VII, que se había propuesto humillar el orgullo de los reyes, no
estaba menos resuelto a esclavizar al pueblo, y con tal fin expidió
una bula para prohibir que se celebrasen cultos públicos en lengua
bohemia. El papa declaró que “Dios se complacía en que se le
rindiese culto en lengua desconocida y que el haber desatendido esta
disposición había sido causa de muchos males y herejías.” (Wylie, lib.
3, cap. 1.) Así decretó Roma que la luz de la Palabra de Dios fuera
extinguida y que el pueblo quedara encerrado en las tinieblas; pero el
Cielo había provisto otros agentes para la preservación de la iglesia.
Muchos valdenses y albigenses, expulsados de sus hogares por la
persecución, salieron de Francia e Italia y fueron a establecerse en
Bohemia. Aunque no se atrevían a enseñar abiertamente, trabajaron
celosamente en secreto, y así se mantuvo la fe de siglo en siglo.
Antes de los tiempos de Hus hubo en Bohemia hombres que se
levantaron para condenar abiertamente la corrupción de la iglesia
y el libertinaje de las masas. Sus trabajos despertaron interés gene-
ral y también los temores del clero, el cual inició una encarnizada
persecución contra aquellos discípulos del Evangelio. Obligados a
celebrar el culto en los bosques y en las montañas, los soldados los
cazaban y mataron a muchos de ellos. Transcurrido cierto tiempo, se
decretó que todos los que abandonasen el romanismo morirían en la
hoguera. Pero aun mientras que los cristianos sacrificaban sus vidas,
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esperaban el triunfo de su causa. Uno de los que “enseñaban que
la salvación se alcanzaba sólo por la fe en el Salvador crucificado,”
pronunció al morir estas palabras: “El furor de los enemigos de la
verdad prevalece ahora contra nosotros, pero no será siempre así,
pues de entre el pueblo ha de levantarse uno, sin espada ni signo de
autoridad, contra el cual ellos nada podrán hacer.”—
Ibid.,
lib. 3, cap.
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