Página 15 - El Discurso Maestro de Jesucristo (1956)

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En la ladera del monte
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les incumbiría cuando Jesús ascendiera al cielo. Habían respondido,
sin embargo, al amor de Cristo, y aunque eran tardos de corazón
para creer, Jesús vio en ellos a personas a quienes podía enseñar
y disciplinar para su gran obra. Y ahora que habían estado con él
suficiente tiempo como para afirmar hasta cierto punto su fe en el
carácter divino de su misión, y el pueblo también había recibido
pruebas incontrovertibles de su poder, quedaba expedito el camino
para declarar los principios de su reino en forma tal que les ayudase
a comprender su verdadero carácter.
Solo, sobre un monte cerca del mar de Galilea, Jesús había pa-
sado la noche orando en favor de estos escogidos. Al amanecer, los
llamó a sí y con palabras de oración y enseñanza puso las manos
sobre sus cabezas para bendecirlos y apartarlos para la obra del
Evangelio. Luego se dirigió con ellos a la orilla del mar, donde ya
desde el alba había principiado a reunirse una gran multitud.
Además de las acostumbradas muchedumbres de los pueblos
galileos, había gente de Judea y aun de Jerusalén; de Perea, de
Decápolis, de Idumea, una región lejana situada al sur de Judea;
y de Tiro y Sidón, ciudades fenicias de la costa del Mediterráneo.
“Oyendo cuán grandes cosas hacía”, ellos “habían venido para oírle,
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y para ser sanados de sus enfermedades...; porque poder salía de él
y sanaba a todos”
Como la estrecha playa no daba cabida, ni aun de pie, dentro del
alcance de su voz, a todos los que deseaban oírlo, Jesús los condujo a
la montaña. Llegado que hubo a un espacio despejado de obstáculos,
que ofrecía un agradable lugar de reunión para la vasta asamblea,
se sentó en la hierba, y los discípulos y las multitudes siguieron su
ejemplo.
Presintiendo que podían esperar algo más que lo acostumbrado,
rodearon ahora estrechamente a su Maestro. Creían que el reino
iba a ser establecido pronto, y de los sucesos de aquella mañana
sacaban la segura conclusión de que Jesús iba a hacer algún anunció
concerniente a dicho reino. Un sentimiento de expectativa domina-
ba también a la multitud, y los rostros tensos daban evidencia del
profundo interés sentido.
Al sentarse en la verde ladera de la montaña, aguardando las
palabras del Maestro divino, todos tenían el corazón embargado por
pensamientos de gloria futura. Había escribas y fariseos que espe-