Página 88 - El Discurso Maestro de Jesucristo (1956)

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El Discurso Maestro de Jesucristo
“Que estás en los cielos”.
Aquel a quien Cristo pide que miremos como “Padre nuestro”,
“está en los cielos; todo lo que quiso, ha hecho”. En su custodia
podemos descansar seguros diciendo: “En el día que temo, yo en ti
confío”
“Santificado sea tu nombre”.
Para santificar el nombre del Señor se requiere que las palabras
que empleamos al hablar del Ser Supremo sean pronunciadas con
reverencia. “Santo y terrible es su nombre”
Nunca debemos men-
cionar con liviandad los títulos ni los apelativos de la Deidad. Por
la oración entramos en la sala de audiencia del Altísmo y debemos
comparecer ante él con pavor sagrado. Los ángeles velan sus ros-
tros en su presencia. Los querubines y los esplendorosos y santos
serafines se acercan a su trono con reverencia solemne. ¡Cuánto más
debemos nosotros, seres finitos y pecadores, presentarnos en forma
reverente delante del Señor, nuestro Creador!
Pero santificar el nombre del Señor significa mucho más que
esto. Podemos manifestar, como los judíos contemporáneos de Cris-
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to, la mayor reverencia externa hacia Dios y, no obstante, profanar
su nombre continuamente. “El nombre de Jehová” es: “Fuerte, mi-
sericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia
y verdad...; que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado”. Se
dijo de la iglesia de Cristo: “Se la llamará: Jehová, justicia nuestra”.
Este nombre se da a todo discípulo de Cristo. Es la herencia del hijo
de Dios. La familia se conoce por el nombre del Padre. El profeta
Jeremías, en tiempo de tribulación y gran dolor oró: “Sobre nosotros
es invocado tu nombre; no nos desampares”
Este nombre es santificado por los ángeles del cielo y por los
habitantes de los mundos sin pecado. Cuando oramos “Santificado
sea tu nombre”, pedimos que lo sea en este mundo, en nosotros
mismos. Dios nos ha reconocido delante de hombres y ángeles
como sus hijos; pidámosle ayuda para no deshonrar el “buen nombre
que fue invocado sobre” nosotros
Dios nos envía al mundo como
sus representantes. En todo acto de la vida, debemos manifestar
el nombre de Dios. Esta petición exige que poseamos su carácter.