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El Discurso Maestro de Jesucristo
que por medio de vosotros revele el amor nacido en el cielo, el cual
inspirará esperanza a los desesperados y traerá la paz de los cielos
al corazón afligido por el pecado. Cuando vamos a Dios, la primera
condición que se nos impone es que, al recibir de él misericordia,
nos prestemos a revelar su gracia a otros.
Un requisito esencial para recibir e impartir el amor perdonador
de Dios es conocer ese amor que nos profesa y creer en él
Satanás
obra mediante todo engaño a su alcance para que no discernamos
ese amor. Nos inducirá a pensar que nuestras faltas y transgresio-
nes han sido tan graves que el Señor no oirá nuestras oraciones y
que no nos bendecirá ni nos salvará. No podemos ver en nosotros
mismos sino flaqueza, ni cosa alguna que nos recomiende a Dios.
Satanás nos dice que todo esfuerzo es inútil y que no podemos reme-
diar nuestros defectos de carácter. Cuando tratemos de acercarnos a
Dios, sugerirá el enemigo: De nada vale que ores; ¿acaso no hiciste
esa maldad? ¿Acaso no has pecado contra Dios y contra tu propia
conciencia? Pero podemos decir al enemigo que “la sangre de Jesu-
cristo... nos limpia de todo pecado”. Cuando sentimos que hemos
pecado y no podemos orar, ése es el momento de orar. Podemos
estar avergonzados y profundamente humillados, pero debemos orar
y creer. “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo
Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy
el primero”
El perdón, la reconciliación con Dios, no nos llegan
como recompensa de nuestras obras, ni se otorgan por méritos de
hombres pecaminosos, sino que son una dádiva que se nos concede
a causa de la justicia inmaculada de Cristo.
No debemos procurar reducir nuestra culpa hallándole excusas al
pecado. Debemos aceptar el concepto que Dios tiene del pecado, algo
muy grave en su estimación. Solamente el Calvario puede revelar la
terrible enormidad del pecado. Nuestra culpabilidad nos aplastaría
si tuviésemos que cargarla; pero el que no cometió pecado tomó
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nuestro lugar; aunque no lo merecía, llevó nuestra iniquidad. “Si
confesamos nuestros pecados”, Dios “es fiel y justo para perdonar
nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”. ¡Verdad gloriosa!
El es justo con su propia ley, y es a la vez el Justificador de todos
los que creen en Jesús. “¿Qué Dios como tú, que perdona la maldad,
y olvida el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para
siempre su enojo, porque se deleita en misericordia”