Betesda y el Sanedrín
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gloria, los recibirían. ¿Por qué? Porque el que busca su propia gloria
apela al deseo de exaltación propia en los demás. Y a una incitación
tal los judíos podían responder. Recibirían al falso maestro porque
adularía su orgullo sancionando sus caras opiniones y tradiciones.
Pero la enseñanza de Cristo no coincidía con sus ideas. Era espiritual,
y exigía el sacrificio del yo; por lo tanto, no querían recibirla. No
conocían a Dios, y para ellos su voz expresada por medio de Cristo
era la voz de un extraño.
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¿No se repite el caso hoy? ¿No hay muchos, aun entre los di-
rigentes religiosos, que están endureciendo su corazón contra el
Espíritu Santo, incapacitándose así para reconocer la voz de Dios?
¿No están rechazando la palabra de Dios, a fin de conservar sus
tradiciones?
“Si vosotros creyeseis a Moisés—dijo Jesús,—creeríais a mí;
porque de mí escribió él. Y si a sus escritos no creéis, ¿cómo cree-
réis a mis palabras?” Fué Cristo quien habló a Israel por medio de
Moisés. Si hubieran escuchado la voz divina que les hablaba por
medio de su gran caudillo, la habrían reconocido en las enseñanzas
de Cristo. Si hubiesen creído a Moisés, habrían creído en Aquel de
quien escribió Moisés.
Jesús sabía que los sacerdotes y rabinos estaban resueltos a
quitarle la vida; pero les explicó claramente su unidad con el Padre
y su relación con el mundo. Vieron que la oposición que le hacían
era inexcusable, pero su odio homicida no se aplacó. El temor se
apoderó de ellos al presenciar el poder convincente que acompañaba
su ministerio; pero resistieron sus llamamientos, y se encerraron en
las tinieblas.
Habían fracasado señaladamente en subvertir la autoridad de
Jesús o enajenarle el respeto y la atención del pueblo, de entre el
cual muchos se habían convencido por sus palabras. Los gobernantes
mismos habían sentido profunda convicción mientras había hecho
pesar su culpa sobre su conciencia; pero esto no hizo sino amargarlos
aun más contra él. Estaban resueltos a quitarle la vida. Enviaron
mensajeros por todo el país para amonestar a la gente contra Jesús
como impostor. Mandaron espías para que lo vigilasen, e informasen
de lo que decía y hacía. El precioso Salvador estaba ahora muy
ciertamente bajo la sombra de la cruz.
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